Eran mediados de noviembre del 79; yo era todavía un “guambra capitán” de la vieja Ecuatoriana; estaba entonces asignado al único carguero que tenía la empresa, un Boeing 707-320C. Esta asignatura, la de volar únicamente en el carguero de la aerolínea, se debía cumplir, en forma exclusiva y por unos pocos meses, hasta que se consiguiera experiencia operacional o lo que es lo mismo: “hasta que se tuviera uso de razón” como piloto; es decir, se debía cumplir con una fase en la que, ya chequeado como comandante, se debía volar un cierto número de horas con “nodriza”. Esto es, con un piloto que hacía de supervisor. Había que cumplir con lo que técnicamente se conoce como “volar con piloto de seguridad”.
Mis vuelos por esos meses casi se circunscribían a un solo destino: Miami. Efectuaba, por lo general, dos vuelos por semana a ese aeropuerto de la Florida. Era tan frecuente esta rutina, que podía decirse que se había dispuesto que hiciera las compras de supermercado únicamente en aquella ciudad... Una buena tarde, sin embargo, de pronto cambió la historia. El avión de otra empresa que había sido contratado para “ir a traer los toros” desde Sevilla, había tenido un desperfecto y se nos pedía, en forma perentoria, que fuésemos a esa ciudad andaluza para transportar los animales que habrían de ser tentados, pocos días más tarde, en la muy quiteña feria de Jesús del Gran Poder. Pudiera decirse que el viaje, todo mismo, se tuvo que hacer de un día para el otro…
El día del vuelo, salimos temprano desde el viejo aeropuerto de Cotocollao; y luego de una parada en Fort de France -en las Antillas- y el subsiguiente “cruce del charco”, llegamos a Sevilla pasada la medianoche. Solo íbamos a disponer del día siguiente para conocer fugazmente la ciudad, ya que la salida estaba prevista para la madrugada del tercer día. Fue así, en forma un tanto apresurada, que tuvimos el tiempo necesario para visitar la Catedral y su emblemática Giralda, la Plaza de España, la Torre del Oro y -ya que estábamos en plan taurino- la Plaza de La Maestranza, ubicada en la vecindad de un meandro que ahí dibuja el Guadalquivir.
Íbamos ya de vuelta al hotel cuando, aprovechando de la hora y del buen tiempo, el conductor que se nos había asignado, se ofreció para llevarnos a conocer lo que había sido la ciudad antigua. “Vamos para Santiponce”, sugirió. Esta había sido la ciudad que se conoció como Itálica y en la que supuestamente habrían nacido dos, si no los tres emperadores romanos que vieron la luz en la Hispania Ulterior, una de las provincias romanas de la península ibérica. Me estoy refiriendo a Trajano, Adriano y Teodosio. El trayecto fue más bien corto; sería la primera vez que admiraría las ruinas de un anfiteatro romano y que quedaría maravillado, no solo por la belleza arquitectónica de la edificación, sino por la formidable acústica que lograron los antiguos con este tipo de construcciones.
Sevilla había sido bautizada primero como Hisbaal (“Regalo de Baal”), por los fenicios; más tarde el nombre sería latinizado como Hispal o como Hispalis. Por ello, a lo sevillanos se los conoce todavía con el gentilicio de “hispalenses”. Pero luego, con la llegada de los árabes, la fonética cambiaría a “Ishibiliya” y el nombre se habría ido modificando hasta llegar al actual.
He estado en España en varias ocasiones, pero esa sería la única que he estado en Andalucía. Sevilla, sobra decirlo, tiene un encanto especial; hay, además, algo en la historia de la ciudad y en la de esa región de la actual España -la Bética romana- que siempre me ha seducido como que escondiera un misterio; y es que, desde la segunda mitad del siglo XV, esa interesante región tuvo un especial protagonismo en la llamada “era de los descubrimientos”. Trácese una línea entre Sevilla y la ciudad de Huelva, hacia poniente; y otra entre Sevilla y el puerto de Cádiz, hacia el sur; y, finalmente, júntense esas dos aristas -la media luna del golfo gaditano- y se obtendrá ese triángulo que dio fama a España allende los mares y que le dio renombre por sus logros náuticos para la posteridad.
Allí se destacan nombres como Moguer, Puerto de Palos (antiguo puerto fluvial de Palos de la Frontera), La Rábida (palabra que, como Rabat, quiere decir “lugar que sirve tanto de fortaleza como de monasterio”), Sanlúcar de Barrameda, en la desembocadura del Betis o Guadalquivir, o ese crisol conocido como Jerez de la Frontera, y se recordará el aporte de todos aquellos lugares a la inenarrable gesta de las expediciones y los descubrimientos. Imposible recordar aquellas jornadas de la historia sin reconocer la participación de esos lugares y de su gente. Allí se juntaron el afán de aventura y la ilusión, la curiosidad y el valor frente a la adversidad. Imposible entender la historia de los últimos cinco siglos sin reconocer la colaboración de todos aquellos esforzados marineros y artesanos, cartógrafos y navegantes, aventureros y buscadores de fortuna, conquistadores y clérigos.
Hoy hablamos de Andalucía y olvidamos el aporte histórico de distintas religiones y de varias culturas. Se olvida que mucho antes de que se estructurara el castellano como idioma, entre los siglos IX y XIII, gente de estos mismos lugares, nacidos en el mismo paisaje, dieron lustre al que fuera cimiento para las lenguas del Romance: el latín, la lengua de Lacio. Serían personajes nacidos en estas mismas tierras, los que, empleando la lengua culta de la época, se destacarían en diversas disciplinas, ora en la literatura ora en la filosofía, personajes de la estatura de un Lucio Anneo Séneca, de un Marcial o de Lucano.

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