02 enero 2021

En espera de su respuesta...

Ella no es menuda, estimo que es más bien una mujer pequeña. Lo disimula muy bien, sin embargo, utilizando aquellas botas de tacón alto que es lo más sensual que se ha inventado para que usen las mujeres de nuestro tiempo. Con ello creo que ellas consiguen dos propósitos: uno, efectuar ese anatómico levantamiento de los glúteos que hace que aparezcan listas para que uno se aproxime desde su descuidada retaguardia, como respondiendo a una provocadora, aunque inocente, invitación. Otro, que a pesar de resultar paradójico, les da a ellas, las féminas, o al menos eso nos parece, una catadura menos vulnerable, más fuerte y segura de sí mismas, lo cual ya de por sí se convierte en un desafío para nuestra iniciativa o al menos para nuestra indagadora imaginación...

En su caso, conjeturo que usa aquella prenda para disimular el grosor de sus pantorrillas que, según me parece, ella interpreta, que no van de acuerdo, o no hacen juego, con la serena, ingenua y casi campesina dulzura de su rostro. Sí, porque se diría que el suyo lo ha tomado prestado de la faz de una de esas sencillas beldades que el imaginario religioso ha convertido en la bondadosa y cautiva estatua de una Virgen de pueblo; sobre todo cuando ella, consciente de la intriga que en los demás provoca, no cede ni transige ante aquel impulso de no sujetar hacia atrás el azabache caudal de su lacio y sedoso cabello.

 

Pero es su modo de caminar el que incita, el que invita a regresar a mirarla. Son los suyos, pasos firmes, seguros, afirmativos. No solo parecen destinados a anunciar su llegada y a marcar el ritmo de su empeñoso desplazamiento; denuncian también la fuerza de su carácter y aquél, su sentido de propósito. Aquel caminar es el que la anuncia cuando viene, el que deja reconocerla como si fuese la percusión de un himno previamente aprendido; mas, su caminar va dejando, cuando se aleja, la música seductora de su diapasón, cual si fueran las suelas de su marcial calzado las que estarían provistas de una metálica platina. Aquel sonido, por tanto, no es el que avisa que está pasando por allí; es su secreta y misteriosa manera de advertir su presencia, es todo un manifiesto de intención.

 

Como ya lo comenté, puede pasar por una mujer pequeña, pues así es cómo está distribuida su equilibrada anatomía, que hace que sus movimientos estén marcados por ese raro y casi aristocrático sentido del objetivo. Ella es delicada y respetuosa, tanto cuando habla como cuando escribe, pero es, a la vez, firme y concisa hasta un punto que, cuando se expresa, es imposible no prestarle la justa y merecida atención que ella persigue. Es de aquellas mujeres que se saben atractivas, pero que, al mismo tiempo, saben insinuar, con un callado y como cifrado mensaje, que no están disponibles, sea porque ya están comprometidas o porque aquello de seducirlas o conquistarlas no es, no puede ser, parte de su propia y perentoria ecuación.

 

En cuanto a lo que yo pienso, no estoy seguro de que me atraiga, por mucho que me seduzcan su figura y ese, su inescrutable sentido de intención. Un día alguien la elogió por el deseo de embromarla, y como quien indagaba mi aprobación, auscultó, delante de ella, mi propia evaluación. Tratando de salir indemne de la inesperada encrucijada, atiné a mencionar algo imperceptible que alguna vez había notado en el borde de su labio superior. Se trata de unos lunares primorosos y diminutos, de color indiscernible y tamaño muy discreto, que ella insiste en ocultar con oscuro e intenso carmín en inútil estratagema de cándido pudor.

 

“No estoy interesado en el producto completo” -respondí-, aunque, para mis adentros, hubiese tenido que reconocer que quizá me habría interesado ya en uno de aquellos disimulados y sugestivos lunarcillos que eran leña para la hoguera de mi traviesa imaginación. Insinué, no obstante, que no estaría en condición de desdeñar sus lunares -como creo que me animé a decir- si, dado el caso de un eventual remate, se me permitiría presentar una oferta para el excitante vértigo de una improbable aceptación... Confieso que jamás imaginé rubor más intenso como respuesta a tan inocente insinuación...

 

Pero hay algo en ella, además, que nunca ha dejado de acicatear mi curiosidad. Es ese sentido de respeto a los demás que es rayano con ciertas costumbres antiguas, que ella utiliza como vieja tradición. Eso, y sin que siquiera se lo proponga, me remite a las primeras redacciones epistolares de mis tiempos de escuela, a aquellas repetidas fórmulas que a menudo pude encontrar en las cartas que le enviaban mis tíos a la abuela y que repetían la sugerencia didáctica de nuestro circunspecto profesor. Me refiero a ciertas frases que ella utiliza, de modo invariable, para concluir sus informes o solicitudes administrativas. “En espera de su respuesta favorable, me despido”, reiteran -por ejemplo- sus acostumbradas frases postreras; y yo, claro, ni cedo ni transijo ante el embrujo de sus difuminados lunarcitos y tengo que renovar mi esfuerzo para no caer en tan traviesa como insistente provocación...

 

Isla Mocolí, Guayaquil, primero de enero de 2021.


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