El fin de semana anterior nos dejó el último de los pioneros. Este, su último viaje, lo hizo con la misma discreción con la que había llevado su vida, sin pompa ni circunstancia, como si jamás hubiera querido llamar la atención. Gonzalo Ruales había dedicado su vida al gran propósito que siempre lo animó: dar un servicio aéreo a las regiones más alejadas y menos atendidas de nuestra Patria, particularmente de la región Oriental. El suyo había sido algo así como un apostolado; estuvo persuadido que así debía ser la verdadera aviación.
Pudiera decirse que lo conocí de toda la vida -estuvo casado con mi tía Lucila, una de las hermanas de mi madre. Eso pudo haber dado pábulo para que nosotros, sus sobrinos, hayamos incluido entre nuestros infantiles pasatiempos aquél de “jugar a los aviones”. Qué lejos estuve de imaginar, en aquellos años anteriores a mi adolescencia, que un día sería su copiloto y que, asimismo, y antes de ello, que un día me llamaría a su residencia para hacerme una crucial proposición, una que habría de cambiar mi vida para siempre: quería que me hiciera piloto en los Estados Unidos, para que, una vez graduado, regresara a colaborar con los planes de su empresa.
Yo no había llegado todavía a los dieciocho años; tampoco había decidido qué carrera quería seguir. Si bien para él podía representar un riesgo, yo todavía no estaba seguro si eso de “manejar aviones” era algo que cumplía con mi vocación; tampoco si esa actividad itinerante constituiría lo que en el futuro quería hacer con mi vida. Opté por correr también el riesgo; a fin de cuentas, si los aviones terminaban por no gustarme, simplemente podía volver de regreso a la universidad. Era algo así como un ganar, ganar. ¿Qué hubiera podido perder?
Ya en el curso, mis temores se fueron disipando: primero por la ilusión y el compromiso; más tarde, por ese encanto lúdico que tiene la aviación y por la selecta formación aeronáutica que tuve el privilegio de recibir. A pesar de mis limitaciones con el idioma, para no mencionar mis ocasionales incertidumbres, estuve listo para recibir mis certificados y volver en menos de seis meses. Más habían podido mi naturaleza metódica y mi recién descubierta confianza. Pronto estuve preparándome para operar como un bisoño copiloto de los DC-3 de TAO, la empresa que Gonzalo había creado y dirigía.
Fue poco lo que pude volar con él durante ese primer año. Estuvo, en esos días, muy ocupado negociando un contrato con una empresa petrolera que incluía la adquisición de un bimotor turbo-hélice de veinte pasajeros, el portentoso Twin Otter. Volé, por lo mismo, gran parte del tiempo, con otro comandante, Galo Arias, quien, sin que lo hubiera siquiera sospechado, se había propuesto prepararme para que pronto fuese promovido a comandante. Gonzalo y Galo privilegiaban la disciplina, eran muy metódicos y partían de esa rara escuela que consideraba buen piloto a quien sabía anticiparse y organizarse, no necesariamente a quien aparentaba más habilidad.
Si bien Gonzalo había apostado a que me convertiría en piloto, debo agradecer el hecho de que también tuviera el coraje de poner en mis manos el avión más importante de su compañía, en momentos cruciales de su desarrollo, justamente cuando yo tenía todavía muy poca experiencia y recién había cumplido diecinueve años de edad. Tuve, inclusive, que obtener una dispensa especial para poder volar como comandante. Hubo asuntos que aprendí en los pocos vuelos que lo acompañé como su copiloto: aquello de conocer el avión y el terreno, anticipar el comportamiento de la meteorología en la región amazónica, dejar los problemas en la casa…
Éramos una pequeña empresa en ese entonces, con solo cuatro aviones; todos nos habíamos comprometido a utilizar los mismos procedimientos; era fundamental estar estandarizados, hacer las cosas en forma prolija y ordenada, pero ante todo similar. Cuando años más tarde conversaba con los pilotos que habían volado en TAO, todos consideraban a aquella experiencia como un peldaño en su formación profesional. Recordaban a Gonzalo como a una persona seria y exigente, incluso como a un jefe severo, pero agradecían el orden y la disciplina con que llevaba sus vuelos, y esa conducta respetuosa que sabía mantener en el trato hacia los demás.
Pasados los años, creo que pocos han caído en cuenta de lo esforzado, y hasta heroico, que fue el empeño solitario del creador de Transportes Aéreos Orientales, un hombre que hizo tanto por la aviación nacional y por el desarrollo de las provincias orientales. Me parece que no recibió en vida ni el justo reconocimiento ni el homenaje que su empecinada labor había merecido. Todos sabían quién era Gonzalo Ruales… pocos sabían que lo que construyó no lo hizo para enriquecerse, porque estuvo convencido de que tenía una misión que tenía que cumplir. Por ello, Gonzalo fue más que un aviador y un pionero; fue realmente un misionero de la aviación.
Cuando caminábamos juntos, muchas veces dejé que él se adelantara. Me intrigaba su alegre energía y aquel garbo tan particular que tenía para desplazarse. Había en su caminado un inquieto sentido de propósito, reflejaba su voluntad indeclinable, la fuerza de su fe, aquella singladura empecinada que estaba animada por la fuerza impredecible de su intención. Hoy lo recuerdo con agradecida reverencia. Estoy seguro que descansa en paz.

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