04 enero 2021

La ciudad que cambió de sitio...

En días pasados me vino a la mente el recuerdo del curioso apodo de los coterráneos de mi madre, vale decir: de su familia riobambeña. “Arena pupos” es como los conocían. De modo que me puse a investigar, sin fructífero resultado, la razón para el peculiar apelativo. Debo confesar que si bien descubrí que el remoquete era más conocido de lo que me pude haber esperado (de hecho hay clubes y hasta revistas con ese nombre); no encontré, sin embargo, lo que había estado indagando. No obstante, la exploración me permitió encontrar en el internet dos insospechados hallazgos que tuvieron el sortilegio de retribuir mi búsqueda.

 

El primero fue el inusitado descubrimiento de una suerte de diccionario de ecuatorianismos; estaba escrito hace un siglo por Carlos Rodolfo Tobar y Guarderas (1853-1920), miembro de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, así como de la Real Academia de Historia (Madrid) y que fuera nada menos que el ministro plenipotenciario que firmó el tratado Tobar-Rio Branco, entre Ecuador y Brasil. El suyo es un esfuerzo pionero, recoge el sentido de un sinnúmero de términos que utilizamos en la tierra; sumando a la elegancia de su estilo, el rigor académico que merecen obras de este tipo. Se denomina “Consultas al Diccionario de la Lengua” y está publicado en 1911 por la Biblioteca Nacional Eugenio Espejo. Se trata, por lástima, de una edición fotografiada; pero constituye una primorosa referencia.

 

Mi segundo hallazgo fue una selección de poemas dedicados a la Sultana de Los Andes (“82 poetas cantan a Riobamba”), allí se hace referencia a un acontecimiento, un desastre en realidad, que los ecuatorianos, y los chimboracenses en particular, parecerían haber olvidado; me refiero al desolador terremoto que destruyó Riobamba el 4 de febrero de 1797. Desgracia que no solo dejó un enorme saldo de fallecidos, sino que obligó a miles de sobrevivientes a abandonar sus casas y pertenencias con el objeto de reasentarse en otro lugar, alejado nada menos que en veinte kilómetros del asentamiento original. En efecto, la ciudad fundada por los españoles, había estado ubicada en las cercanías de la laguna de Colta, en el lugar donde hoy está ubicada la población de Cajabamba. Estos y otros comentarios los encuentro en una crónica preparada por un señor José Egred, de la Politécnica Nacional, que hace un exhaustivo informe de la finisecular tragedia.

 

Querría decir que la ciudad actual, la que conocí de niño, aquella donde pasé mis vacaciones de verano, no es la misma que aquella otra donde habrían nacido los abuelos de mis tatarabuelos (quizá mis hexa o heptabuelos); que aquella otra, la que quedó atrás, que se habría destruido de tal modo que no les quedó a sus sobrevivientes más opción que abandonarla. Tal habría sido la destrucción que ni siquiera se consideró la posibilidad de reconstruirla. Esa Riobamba, pocos años atrás, había recibido la categoría de villa por parte del rey de España, y desde 1623 gozaba del distintivo de “muy noble y muy leal”. Razón habría tenido Pedro Vicente Maldonado, hacia 1745, para solicitar para ella el título de ciudad.

 

La villa había estado rodeada de colinas y atravesada por el río Sicalpa o río Grande de Agua Santa. Las calles eran “tiradas a cordel” o estaban trazadas con el sistema de dado cuadrado y las casas se habían construido tomando resguardos con la experiencia de otro terremoto anterior ocurrido en 1645. Tal era la estructura de la urbe, por la arquitectura de sus templos y edificios, por la disposición y suntuosidad de sus casas, que se la consideraba como la tercera más importante en el Reino de Quito. Esta fue la que tuvo que enfrentar un terremoto de grado 8.3 en la escala de Gutenberg-Richter, movimiento telúrico que fuera considerado en su tiempo como el de mayor magnitud desde el descubrimiento de América.

 

El informe relata que no solo se habrían destruido otras ciudades; tal habría sido la energía liberada, que se alteró la topografía de los montes y se represaron los ríos. Hubo cerros que se desplomaron, valles que se rellenaron y ríos que cambiaron de curso; se crearon quebradas y se alteró el paisaje. A esto se sumó el deslizamiento del monte Cullca, a cuyas faldas se había edificado la ciudad, asunto que habría sepultado a tres barrios enteros. El brutal fenómeno habría cubierto la cuarta parte de la ciudad; se habrían afectado todas las iglesias y conventos, así como numerosos edificios; habrían desaparecido el hospital y seis escuelas. El sismo se habría sentido desde Popayán a Piura y desde la costa hasta el Napo.

 

En cuanto a los estimados relativos a muertos y heridos, el reporte menciona que “El número de víctimas sería imposible de determinar con exactitud, pues si bien el presidente de la Audiencia ordenó realizar una conteo prolijo de los muertos, agrupándolos "por castas sociales"... no habría “quedado con vida, de todo aquel numeroso vecindario de la Villa, más que la octava parte de la nobleza, y una mitad de la plebe...” En resumen, la cifra oficial de muertos habría sido de alrededor de trece mil, de los cuales la mitad corresponderían al corregimiento de Riobamba. Otro punto importante sería el de la salubridad, especialmente por la deficiencia de asistencia médica, ya que a los pocos días se desataron varias epidemias como consecuencia de la putrefacción de los cadáveres de personas y animales que habían quedado atrapados bajo los escombros y no habían podido ser sepultados.


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