30 enero 2021

Elegía del ángel guardián

“...algún día en el futuro volveré a ese pasado, porque de nostalgia también están hechas las ilusiones del mañana…” Margarita Borja. A bordo de la nostalgia. El Universo, 24 de enero de 2021.

 

Creo que mamá pudo haberme enseñado aquella vieja plegaria. Esta era diferente a todas aquellas otras que desde temprano marcaron mi infancia: el Gloria, el Padrenuestro, el Ave María... Ella mismo me la ha de haber enseñado en esos lejanos tiempos; antes, mucho antes, de aquella frustrada primera vez que, con infinita ilusión, me llevó a mi primera escuela... “Angelito de la Guarda, sé mi dulce compañía; no me desampares ni de noche ni de día; hasta que me pongas en presencia de Jesús, José y María”... Eran solo tres frases que, arrodillado frente a mi cabecera, debía repetir todas las noches, antes de meterme entre las frías sábanas...

 

Pero algo pasó de golpe. Esa última frase cambió en la oración a partir de una triste mañana de noviembre. Es probable que haya sido una muy querida tía quien se encargó de hacerlo, quizá con el propósito de consolidar ese mágico efecto que en ocasiones tienen los simbólicos paliativos... “hasta que me pongas en presencia del alma de mi madre, y de Jesús, José y María”, decía ahora la plegaria. Y así se mantuvo el improvisado cambio desde esa primera noche de mi imprevista orfandad. La súplica pasó entonces a convertirse en un himno a la inconformidad y en la impronta de esa furtiva esperanza que suele estar contenida en la nostalgia.

 

Ese debe haber sido el primer ángel que conocí. Y no creo que fuera uno de aquellos cuyos retratos mutilados a veces encontré en catecismos religiosos y en retablos deslucidos. Estos eran, más bien, seres rubicundos y alados que carecían de cuerpo, quizá por aquello de que los ángeles estaban desprovistos de sexo... Luego vinieron otros ángeles, los que conocí en la escuela; aquellos portaban espadas flamígeras, sus nombres terminaban en “el”, y se habían especializado en el oscuro oficio de la epifanía. Estos no gozaban del don de la ubicuidad, como aquel otro, el de mis plegarias, aquel ángel-compañero que desde siempre creí que protegía mis espaldas; y que situado detrás, hacia mi izquierda, extendía su ala para cubrir, con gesto protector, mi hombro derecho...

 

De pronto, algo sucedió mientras transcurrían mis años de escuela; y algo sucedió también con la vieja plegaria. Su mismo recuerdo se fue difuminando un día, del mismo modo como se difuminan los recuerdos... Entonces, y también de pronto, aquel ángel tutelar pasó a ser parte del olvidado panteón de los seres que fueron rechazados por mi impiedad, por mi ocasional racionalidad, o por ese, mi recién rebuscado agnosticismo. Los ángeles quedaron para vanas y superfluas discusiones que animaron mis amigos y tertulianos, ellos solo quedaron para baladíes disquisiciones acerca del misterioso e improbable sexo de aquellos seres andróginos y escurridizos.

 

Una vez cruzado ese interregno de inesperada devoción que fue Palestra -tranquilo océano que un día descubrí para mis incertidumbres e inconformidades- y acosado por inéditas fuerzas que me fueron influyendo, llegué como náufrago a la isla del escepticismo, y me convertí, quizá sin proponérmelo, en un tipo descreído. Así, impulsado por la desconfianza que me fue ocasionando cierto pensamiento anacrónico y su desajuste con el signo de los tiempos; ahuyentado por algunas muestras de inautenticidad que encontré en ciertos pastores de la Iglesia, me hice contrario a ciertas ideas, como las del cielo y el infierno, las del premio y el castigo. Entonces, desconocí todo lo que significaba rito, liturgia y simbología, decreté la caducidad de los ángeles y de los Santos, y abracé la idea de un Dios diferente, infinitamente bondadoso e indulgente. Un Dios personal.

 

Un día, sin embargo, redescubrí a aquel mismo ángel de la infancia escondido detrás del brillo de una nostálgica mirada; estaba oculto detrás de una agradecida y orgullosa sonrisa; advertí que aquel ángel había regresado y que tenía sexo y que, además, tenía un nombre femenino... Así recuperé a mi ángel tutelar; descubrí que no había sido un fantasma invisible ni una entelequia irreal, que estaba de nuevo ahí, que podía reencontrar su “dulce compañía” con solo irlo a visitar; y que, cuando yo llegaba, podía sentir que, a pesar de mis prolongadas ausencias, él me había estado esperando, pues no me había desamparado nunca, “ni de noche ni de día”...

 

Hace pocos días ese mi ángel privativo se alejó para siempre. Cuando me pidieron que ensayara un elogio en su despedida, traté de hilvanar unas ideas pero no pude pronunciar lo que hubiera querido... Solo después de leer un breve artículo insertado en una página editorial, caí en cuenta que su partida me había dejado tan huérfano y confundido que no había acertado a cerrar el círculo de aquel luctuoso capítulo. Advertí que ese ángel había representado mi pasado familiar y su tradición, las raíces de la familia y su memoria; yéndose me ayudó a descubrir que con la nostalgia también se construyen aquellas ilusiones que suelen aligerarnos el camino...


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