11 septiembre 2022

Crimen y castigo

Por fin he terminado mi lectura de Crimen y Castigo, la formidable novela de Fiódor Dostoievski. Lo de “por fin” no se relaciona con la finalización de tan postergada lectura, sino más bien con la continuidad de su inicio y su exitosa comprensión. Había hecho algunos intentos anteriores, solo para reconocer con desilusión que la historia tenía demasiados personajes… Un poco tarde habría caído en cuenta que en ella tendemos a identificar como distintos a los mismos personajes porque se los llama con nombres diferentes. Crimen y Castigo es no solo una de las obras más geniales que jamás se hayan escrito; es un prodigioso tratado psicológico y además una cautivante novela policíaca. Quizá sea importante hacer una pequeña advertencia: su lectura requiere de un cierto derrotero.

 

Para disponer de una guía, existen dos métodos parecidos. Uno consiste en obtener referencias previas acerca de los actores; y, otro, el que yo mismo intuí y que recomiendo: ir construyendo una breve sinopsis que incluya el apellido; los nombres; el apodo o la forma familiar de llamar a cada personaje; con la función que cada uno cumple en la novela. Así por ejemplo: los nombres Rodion Romanovich corresponden a Raskolnikov, que es el apellido del protagonista principal, un estudiante introvertido y austero, aunque febril y de extraordinaria inteligencia; sin embargo, Rodia, el hipocorístico (diminutivo) de Rodion, es la forma familiar con que también se lo conoce. De modo que la confusión es inevitable, por la mezcla de las diversas modalidades, cuando se hace referencia al sujeto en referencia.

 

La palabra “crimen” tiene una curiosa etimología; no se relaciona con homicidio o asesinato, como se pudiera imaginar. Crimen viene del latín y quiere decir acusación, aquella de un acto grave por el que alguien es investigado, o se ha “incriminado” (nótese el sentido que esta voz tiene). He pensado en el vocablo en estos días cuando ha ocurrido el supuesto atentado de la señora Kirchner en  Argentina. Digo “supuesto” con intención, porque dada la fama que la mandataria tiene, sus propios conciudadanos sospechan que no se trata de algo real sino tan solo de un montaje…

 

Pero primero lo primero: si el atentado fue auténtico, merece el rechazo general; la vida humana está por sobre cualquier otro tipo de consideración. Esto no quiere decir que no puedan también censurarse las actitudes arbitrarias de políticos que despiertan consecuente indignación, sea porque han abusado de los fondos públicos, o porque creen que están sobre un código elemental de decencia o por encima de la ley. En casos así, la situación se torna más reprochable si el presunto culpable procura aprovecharse de la excesiva lenidad de la justicia o trata de influir en el dictamen de los jueces. Esta dudosa e irregular impostura procesal es un trámite hoy conocido como “lawfare”.

 

El caso de la vicepresidenta es particular porque la mujer del César no solo tiene que ser honesta sino que, además, debe parecerlo. La fortuna de los Kirchner parece todo menos bien habida, hay demasiados asuntos oscuros, para no llamarlos sospechosos. Y también está lo otro: su desaforado afán por enquistarse en el poder, lo cual significa solo dos cosas: su escuálida vocación democrática y el deseo de asegurar su propia impunidad. Cuando existen tantas evidencias, una persona honesta debe dar un paso al costado, no solo para proteger su legado político sino para respetar el debido proceso y dejar que las instancias jurídicas determinen su inocencia o culpabilidad.

 

En casos así, lo que hace daño a la democracia no es un atentado; hacen más daño el irrespeto al juego limpio, el abuso del poder, el atropello a los límites que impone la verdadera democracia, no esa vicaria distorsión que permite el gobierno de los sabidos y de los corruptos, de esa gentuza aviesa e ignorante que se cree irremplazable. En cuanto a condenar el discurso de odio que incita a la violencia: nada es peor que gobernar sin integridad; nada fomenta más el odio que la gestión amañada y desaprensiva, ese vergonzoso imperio de la impudicia que se ampara en los siniestros mecanismos de la impunidad, pues toda falta debe merecer su correspondiente castigo.

 

El gobierno argentino ha hecho un llamado para “defender la convivencia democrática”. Esta no se protege con proclamas, y menos decretando feriados para soliviantar a los afectos al régimen; se lo hace con honestidad y transparencia. En cuanto a la señora Kirchner, esa es su fatal circunstancia: su ambición cínica e irresponsable, su megalomanía y vanidad. La suya es la versión más arrogante que pudiera tener el populismo. No lo digo yo, es el triste convencimiento de la gran mayoría de los propios argentinos. Es hora de que se vaya a su casa, a disfrutar de lo que ella y su familia dicen haber  “ahorrado” (con tanto empeño y religiosa dedicación –digo yo– y, sobre todo, con tan contumaz y porfiado “sacrificio”). Lo demás es impostura y distorsión de la realidad, indolencia o fanatismo.


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