08 septiembre 2022

En el País de Nunca Jamás

Vivimos todavía medio enmascarados, aunque más exacto sería decir “enmascarillados”. Pero, bien pensado, debería insistir en lo de enmascarados... pues si hay algo que nos distingue en estos ingratos tiempos es el deseo de mimetizarnos, de “parecer lo que no somos”, de fingir y simular, de esconder el rostro. No deja de ser curioso que rostro venga del latín rostrum, que significaría pico u hocico... En inglés hay un verbo que produce confusión, se dice “to pretend”, que no quiere decir pretender sino más bien eso mismo: fingir, “hacerse el loco”, cubrirse, simular.

 

Existe un cuento que se conoce como Peter Pan (hay quienes lo confunden con uno parecido: El Flautista de Hamelin; pero este es uno que trata de la ingenuidad, la avaricia y la revancha). En Peter Pan hay un personaje que simula –o pretende– no crecer, desea en forma ferviente seguir siendo niño, nunca llegar a adulto, no sé si nunca envejecer. Vive en un país que no estoy seguro si es una utopía o una distopía (que quiere decir lo contrario); tiene un nombre cándido, lo llaman el País de Nunca Jamás (así, respetando las mayúsculas iniciales).

 

Pero ese es un país “de a mentiras”. Y antes de hablarles de un país que de veras existe, les voy a contar un breve cuento: “Érase una vez” una persona que nunca quería crecer y que le gustaba endeudarse; pero que no había como prestarle nada porque nunca se acordaba que tenía que pagar. No lo hacía, y por eso ¡no pagaba nunca más!... A la gente le daba pena, pero no porque no devolvía sino porque ya no le podía creer, ya no le podía confiar. Si solicitaba nuevamente, era preferible regalarle, si realmente necesitaba, que tener que reconocer que no respondía con gratitud o, al menos, con reciprocidad. Siempre volvía a desilusionar.

 

Reflexiono en estos cuentos cuando pienso en nuestro país. Y pienso que tratar de parecer lo que no somos solo nos hace un flaco favor a la hora de comprobar nuestro precario sentido de nacionalidad. La misma efemérides (palabra que significa “de un día”) que recién celebramos, el 10 de Agosto de 1809, aquella que mereció para Quito el título de “Luz de América”, no recibe el tratamiento de respeto que se le debería dar. La hemos convertido en un “feriado” más; sin el reconocimiento de que su celebración no puede ser pretexto para decretar un día de asueto. No tenemos conciencia de que ese hito representa la fecha más importante para nuestra patria: conmemoramos una gesta que nos permitió soñar en tomar las riendas de nuestro propio destino, vivir en forma responsable como nación, construir juntos un país solidario en la búsqueda perseverante del progreso, el bienestar y el ejercicio de la libertad.

 

Es triste aceptarlo pero hemos ido privando al 10 de Agosto (la mayúscula es intencional) de tan importante reconocimiento. No sé si para ello ha contribuido el cambio de fecha del inicio de cada gestión gubernamental. Por tradición, en ese día se producían las “transmisiones de mando” cada cuatro años, y en esa misma fecha el presidente de la República hacía entrega al Congreso (que hoy llamamos Asamblea) de su Informe Anual. Era cuando todo el país se vestía de gala; era una ocasión para el protocolo y la ceremonia, para sentir en esos detalles el respeto hacia nuestra instituciones democráticas, para sabernos solidarios, unidos y fuertes ante los problemas de la patria. Y soñábamos juntos en el país que legaríamos a la posteridad.

 

Sin un sentido de patriotismo somos cualquier cosa menos una nación de verdad. Podremos ser una empresa, bien o mal estructurada, pero no mereceremos el reconocimiento como la nación que pretendemos ser. Hemos tomado tan en serio eso de constituir un “Estado de derechos” que hemos olvidado su contrapartida: una postura responsable, que nos inspire a anteponer las obligaciones para con nuestro país, hacer posible el progreso de la nación que parecería que nos hemos propuesto soslayar. Ese día de agosto no es oportunidad para disfrutar de un día de sol, es solemne ocasión para reafirmar nuestro sagrado compromiso.

 

He tenido el privilegio, a lo largo de mis años, debido a distintas asignaciones en tierras extranjeras, de presenciar cómo otras comunidades celebran con entusiasta fervor su Día Nacional. Nada tan digno y admirable como la celebración del pueblo mexicano, cuando luego de una breve arenga, las autoridades lanzan un “viva” cada vez que pronuncian el nombre de cada uno de los héroes que lucharon por su independencia. Aquello emociona y sacude las fibras más íntimas del sentimiento patriótico. La fiesta nacional debería ser ocasión para rendir tributo a la memoria de próceres como Manuela Cañizares, Juan Pío Montufar, José Cuero y Caicedo, Manuel Rodríguez de Quiroga, Antonio Ante, Juan de Dios Morales y tantos otros nombres insignes que inspiraron nuestros ideales de libertad.


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