20 septiembre 2022

Elogio del maestro remendón

La Caldas, como la recuerdo, consistía en una cuesta de gradiente pronunciada en sus dos sentidos. Si la carrera Guayaquil la partía en forma longitudinal, pudiera decirse que viví en el lado occidental de la Caldas por algo más de diez años, desde cuando sucedió el penoso tránsito de mi madre. La Caldas (llamada así en honor al prócer, sabio y mártir colombiano Francisco José de Caldas Tenorio Gamba y Arboleda, quien vivió a caballo entre los siglos XVIII y XIX) era entonces una calzada pavimentada de aceras más bien generosas. Hace pocos años la habían adoquinado, quizá con el propósito de darle un carácter más a tono con el centro histórico.

 

Pero la Caldas del lado occidental, no era así de ancha a lo largo de toda su extensión. De la Guayaquil hacia arriba, yendo hacia poniente, o como quien se dirige a la Basílica del Voto Nacional, la vía –por lo menos en los tiempos en que ahí residí– lucía como una especie de embudo. En efecto, la fachada de las primeras casas del lado norte de la calzada (es decir, subiendo hacia mano derecha) invadía el límite de la línea de fábrica establecida. Además, la vereda –en esa parte– estaba revestida con lajas de piedra, lo que la hacía sobremanera resbalosa. Era cuestión de tiempo para que esas casas fueran demolidas (o que se les ordenara ajustarse a la ordenanza); por lo que, con los cambios arquitectónicos que produjo más tarde la remodelación de la plaza de San Blas, ello efectivamente sucedió.

 

Había, entonces, una ostensible irregularidad (un diente) en el trazo rectilíneo de la vereda, saliente que originaba un notorio recoveco convertido en indeseable rincón pestilente. Da pena comentarlo, pero el recodo se había transformado en ocasional y recurrente urinario público. Allí apuraban sus incontinentes trámites no solo los borrachos y oficinistas apresurados, lo hacían también los mozalbetes desaprensivos y los tarambanas trashumantes. En suma todo aquél que se había olvidado de efectuar sus líquidas deyecciones antes de salir de casa, y esto –además– si es que al desvergonzado no se le había ocurrido también aprovechar de la sombra que proyectaba un poste que allí mismo existía para evacuar sus sólidos detritos malolientes…

 

Era ese un oscuro rincón que afeaba la cuadra. Por lástima, estaba avecinado a la residencia de quienes fueron los amigos más cercanos que tuvimos en nuestros años de niñez (no digo “infancia”, porque es vocablo de curiosa etimología: viene del latín ‘infans’ que quiere decir “el que no habla”). Ahí mismo, al lado del fétido y evitable ángulo, un laborioso sastre de contradictorio apellido, había instalado el discreto taller donde realizaba sus tareas de alfayate (era una injusta ironía que un individuo tan industrioso y cumplidor mereciera ese apellido). El local no albergaba únicamente su taller; ahí mismo, en un pequeño espacio protegido por una frágil mampara, había instalado los pocos bártulos que conformaban su lúgubre dormitorio. Pudiera decirse que aquel lugar era también su mísera morada.

 

Fui en repetidas ocasiones a la modesta sastrería. Allí no solo confeccionaban y alteraban prendas de vestir; otro de sus servicios era el de planchado. Aquél era un recinto de regular tamaño, pero nunca dejaba de llamar la atención que, tanto el abnegado “maestro” como el resto de su familia –para no mencionar a sus operarios– pudieran realizar tan variadas tareas, no siempre relacionadas con el oficio, y sobre todo, las referentes a los asuntos privados, en espacio tan reducido. Si las gavetas de las máquinas y mesas de trabajo habían recibido el gráfico remoquete de “cajones de sastre”, la totalidad misma de aquel taller-vivienda también merecía similar forma de metáfora. Todo ese lugar era un verdadero “cajón de sastre”, donde –para colmo– se expendían también diminutos peces tropicales.

 

Pienso en el sencillo y atiborrado espacio donde vivía toda la familia de ese cordial y siempre sacrificado padre de familia, y no puedo sino hacer reverencia a la forma empeñosa y puntual con que ejercía su honrado oficio. Hoy rindo homenaje a todos aquellos otros artesanos que hacen más fácil y llevadera nuestras vidas y que cumplen con portentosa efectividad sus –en apariencia– insignificantes labores. Medito en tantas otras humildes tareas efectuadas por quienes, si no existieran, simplemente dejarían sin realizar muchas de esas actividades. Piénsese –en cuanto a reparaciones– en el trabajo del electricista, del albañil o del plomero (fontanero o gasfitero de otras latitudes) y no podremos sino alabar su prodigiosa destreza y agradecer su servicial compromiso.

 

Esos maestros costureros fueron gente sencilla, un colectivo que siempre acicateó mi gratitud y admiración, un gremio de artesanos diligentes y confiables. Ahí estuvieron –con tiza, aguja y alfiler– los Jaya y los Contreras, los Llumiquinga y los Pumasunta; prosapia laboriosa que atendió mis encargos y soslayó mis quisquillosos remilgos.


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