09 agosto 2011

El artilugio rabioso

“Estremecido de odio, encendí un cigarrillo y malignamente arrojé la colilla encendida encima de un bulto humano que dormía acurrucado en un pórtico”. Roberto Arlt, “El juguete rabioso”.

Tengo que madrugar para tomar mi vuelo de regreso a Shanghai. No dispongo de un despertador, pero acudo a la ayuda de ese mecanismo multifuncional en que se ha convertido últimamente el teléfono. Es sorprendente comprobar como el dispositivo es ahora utilizado para tantas y tan diferentes tareas; como es usado para satisfacer muchas de nuestras cotidianas necesidades, la menos utilizada de las cuales parece ser la que debe serle propia, la tan simple de comunicarse. He calculado una hora de presentación en el aeropuerto y he fijado una hora para despertarme. Además, en la posibilidad de que cometa una equivocación, he decidido utilizar otro celular adicional como medida de precaución y celo.

Es la mitad de la noche. Un sonido que no logro asociar con la alarma suena en la madrugada. Cancelo la sirena y advierto que ésta ha sonado una hora antes de lo esperado; ha sonado una hora muy temprano. Pocos segundos después, vuelve a sonar la advertencia empecinada; es entonces que descubro que no es fruto de su inexplicable testarudez, sino que es más bien una llamada telefónica que ha interrumpido la cláusula de la noche. Tomo el auricular y, para mi exasperación, siento que alguien fuerza una cuota de silencio al otro lado de la línea. Alguien no puede ocultar su presencia y calla, con insidiosa obstinación, en las antípodas de mi desdeñoso fastidio. Alo, alo! - repito -, mientras alguien insiste en ocultar su identidad con su silencio torpe, cobarde y artificioso.

Hago silencio y prefiero más bien desconectar con anticipación la alarma de todos los improvisados despertadores. Decido levantarme más temprano de lo inicialmente previsto, mientras me aseguro que todos los aparatos susceptibles de propiciar un madrugador despierte se encuentran ya debidamente desconectados. Subsiste, sin embargo, un caprichoso zumbido; es como si las alarmas hubieran continuado rugiendo su empecinado pregón mañanero. Sucede como si el ruido de aviso hubiese ya cesado, pero el modo de vibración continuara perturbando con su casi imperceptible testimonio de moscardón inquieto. Busco por todas partes la esquiva fuente del demencial sonido y no consigo ubicar el origen de aquel necio y misterioso rugido ahora incierto.

Pienso entonces en el título de la novela de ese escritor argentino que fuera Roberto Arlt y trato de explicarme su intención al haberla llamado “El juguete rabioso”. Mientras trato de espabilarme y me dirijo al baño, evitando despertar a "mi santa costumbre", pongo un exceso de cuidado en no hacer ruido y pienso en las “rabias” que se han puesto de moda en mi tierra y medito en los ahora populares y nada inconspicuos “cabreos”. Pienso en las cruzadas políticas de los “cabreados” que sienten que se ha hollado su derecho a expresarse y a ejercer su libertad de proclama y de pensamiento. Pienso en la réplica de quien, por ahora y transitoriamente, ostenta el poder; en la de quien refuta que los verdaderamente cabreados deberían ser los que “tienen prohibido olvidar”, los que no tienen agua a pesar de vivir cerca de la represa del río Daule.

Es cuando pienso en el cabreo de los agitadores y en el de los demagogos, en el de quienes abusan de su “libertad al cabreo” para dar rienda suelta al rencor y al desprecio. En el cabreo de los que defienden sus intereses y menosprecian el criterio que es ajeno; en el de los autócratas e intolerantes, en el de los que tratan de esconder sus complejos y sus desprecios… En el de los pirómanos políticos, en el de los que… “estremecidos por el odio, encienden un cigarrillo y malignamente arrojan la colilla encendida encima del bulto humano que duerme sus sueños de esperanza e ilusión en un olvidado pórtico”…

Medito de este modo en la fuerza aparente que tiene y que contiene el sofisma; y reflexiono en el cínico e hipócrita cabreo de los oportunistas, en quienes acuden a la perversidad, a la infamia y al resentimiento para exacerbar los odios y apuntalar su temporal oficio. Me pregunto si es ético y moral utilizar la pobreza, la marginación, la imposibilidad de ascender, la incapacidad -lamentable pero inevitable- de que todos los hombres puedan concretar sus aspiraciones y hacer realidad sus sueños... Empiezo a afeitarme con celeridad y descuido, mientras reflexiono en el comentario de uno de mis hijos, en cuanto a que los jugadores que provienen de Same y no de Esmeraldas tienen dificultad para adaptarse a la realidad de la ciudad, cuando salen a probar sus habilidades en Quito...

Pienso entonces en la curiosa analogía que tiene esa realidad, en la contradicción social de aquella pobre gente que sufre con los contrastes de vivir cerca de quienes tienen más, a pesar de que esa misma condición les brinda la posibilidad de obtener empleo y de mejorar su ingreso. Y medito en el espejismo que a esa misma gente le crea su imposibilidad de tener acceso a otros medios para concretar el salto que significa realizar sus sueños; en la falsa idea que les fueron creando de que ese salto dramático pueda ser dado solo por la magia de las ofertas electorales y no por otros mecanismos a los que es justo que tengan derecho…

El zumbido de la alarma continúa… El ruido ya se ha cancelado, pero la trémula sensación sigue, con su ímpetu nervioso, como si no saldría de ese obcecado despertador, sino de mi propio y rabioso cerebro… Ay, los juguetes rabiosos! Ay, los artilugios con los que juegan los que nos niegan el derecho a nuestro modo de reaccionar ante el abuso, ante la prepotencia de un oficial e incontestado cabreo!

Atlanta, 9 de Agosto de 2011
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