15 agosto 2011

Esos apuntes extraviados

Por esos mis últimos años en el oriente ecuatoriano, a medio camino entre la soltería y mi vida de futuro piloto de aerolínea -que no es sino la vida de un itinerante solterón-, la naturaleza de la actividad me daba tiempo para continuas e interminables lecturas; esto, justamente porque mi programa de vuelo y de trabajo parecía sacado de uno de esos libros de acontecimientos y actividades sorprendentes: trabajaba con un sistema de ocho por ocho, lo que consistía en una semana de trabajo, seguida por otra de descanso! La base de operaciones estaba ubicada en Lago Agrio (Nueva Loja la apellidarían después, los que me imagino que habrían sido unos recalcitrantes y trasnochados colonos lojanos).

“Lago” le llamábamos como para abreviar su nombre, o quizás para disimular la agria impresión que producía un pueblo infeliz, sin provisión de agua potable ni alcantarillado. No más de veinte cuadras rodeaban a un triángulo donde se confundían las picanterías improvisadas, las tiendas de víveres y las mecánicas automotrices; allí se formaba una Y que bifurcaba los caminos que conducían al puente sobre el Aguarico, al camino de regreso a Quito o al campamento de la Texaco. Quedaba, esta encrucijada, a tiro de piedra de los dos únicos “chongos” o prostíbulos que ahí competían con la imaginación de sus nombres y la provisión de sus placeres prohibidos. Estos antros daban carta de ciudadanía a un pueblo donde se vivía entre la polvareda y el lodazal, entre la abyección y los parásitos.

A similar distancia quedaba una auténtica “jaula de oro”, una especie de claustro favorecido por la presencia de toda suerte de comodidades: era el campamento de la compañía petrolera que pocos años atrás había descubierto petróleo por primera vez en el oriente. Había allí una cancha de futbol y un casino; una sala de cine y también un enorme comedor; sobre terraplenes elevados se ubicaban las oficinas administrativas donde inclusive se disponía de teléfono directo con la civilización y habían unos interminables pabellones donde se alojaban los empleados y directivos que venían durante los días de semana para cumplir con sus distintas tareas, oficios y trabajos.

A poca distancia se había construido una pista asfaltada de aterrizaje; la construcción se complementaba con un exiguo terminal de pasajeros y un pequeño hangar donde se atendía y proporcionaba mantenimiento a las versátiles “machacas”, unas aeronaves de color anaranjado que realizaban los vuelos entre los pequeños campamentos de los que disponía la Texaco. Hacíamos por entonces dos vuelos de recorrido, uno en la mañana y otro luego del almuerzo, al principio de la tarde; y adicionalmente otros vuelos especiales que consistían en transportar al personal a una de esas cortas pistas, algunas cubiertas de madera de chonta y de extensión muy limitada.

Los circuitos, en forma casi invariable, nos llevaban a cumplir la ruta Lago – Sacha – Coca – Shushufindi – Lago. Eran avioncitos bien mantenidos, impulsados a turbo-hélice, pero no podía dejar de considerarse que, a pesar de lo variada y entretenida que era su repetitiva operación, ellos tenían una gran limitación para los vuelos sobre la selva: estaban provistos de un solo motor, lo que equivalía a reconocer que si se producía una falla mecánica, el primer instinto y propósito de los pilotos hubiera sido buscar donde realizar una emergencia en medio de los árboles; y entonces… gracias por haber escogido los servicios de la Texaco!

Un bochorno amodorrante se producía justo después del almuerzo, cuando había que salir a efectuar el primer vuelo de la tarde. Era también la hora en que debido al calor se experimentaba el más alto grado de turbulencia dentro de una pequeña nave que ni siquiera disponía de ventoleras y menos aún de aire acondicionado. Al “hangar de las machacas”, especie de diminuto terminal aéreo, acudían con sus “ordenes de viaje” los operadores de los pozos, los técnicos de las empresas subcontratistas, los ingenieros que salían a efectuar las tareas de observación y de control que les eran específicas, los supervisores de bodega, los encargados de hacer las auditorias; en fin, todos aquellos que tenían que movilizarse en forma urgente, o simplemente quienes por la naturaleza de su actividad, debían transportarse por vía aérea, como podía tratarse del encargado de proyectar las películas vespertinas en esos campamentos aislados.

Así fue como los libros fueron convirtiéndose en nuestro único entretenimiento. Sentado yo en las oficinas de Ecuavía Oriente, debía esperar, entre vuelo y vuelo, a que nuevos pasajeros viniesen con un nuevo formulario en el que se había plasmado la autorización para realizar un viaje puntual o simplemente para que se les incluyera en los vuelos de itinerario. Disfrutaba por entonces tanto de mis lecturas, que hubo momentos en que no tuve muy claro si la solicitud de los vuelos venía a interrumpirlas, o si esas lecturas eran las que interrumpían los quehaceres a los que estaba obligado. Por entonces se me dio por leer en bulto, es decir no adquiría libros individuales, sino que insistía en el mismo autor, y con frecuencia adquiría la edición especial de sus obras completas.

Hubo libros que probablemente eché a perder con mis notas y subrayados. Pero también hubo otros con los que preferí ser más recatado; cuando encontraba una frase o un pensamiento que me gustaban, los anotaba en un pequeño papel en el que registraba los pasajes y sentencias que me habían causado impacto. Pasados los años, y cuando quise poner en orden mi librero, parece que retiré todas esas hojas de los libros correspondientes y las junté en un solo sitio, sin discriminar su procedencia, ni señalar a qué libro correspondían las notas que se habían acumulado. Hace poco me he encontrado con esas notas, y no he podido ubicar su autoría, ni tampoco descartar la posibilidad de que tales apuntes hubieran recogido el contradictorio registro de mis propias impresiones, respecto a las influencias que alguna vez me marcaron.

Ámsterdam, 16 de agosto de 2011
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