21 agosto 2011

Retrato con carboncillo

Era mi tocayo, pero nadie le conocía por su nombre; como todos querían que se supiera que era su amigo, preferían llamarlo por su apodo y lo reconocían como “el Negro”. Supe de él aun antes de conocerlo, porque había sido vecino y amigo de mi familia materna y, como habría sido “aficionado” de una de las hermanas de mi madre, bien podría decirse que estuvo a poco de haber sido uno más de mis propios tíos. Pero esa suerte no me dio el destino; mas, a cambio, sí la de haber hecho, años más tarde, una muy cercana amistad con él, porque con él era muy difícil conocerlo y no llegar a intimar y a convertirse en su buen amigo. Así fue como llegué a tener en él a un nuevo tío, uno que me regaló su talante jovial, y que, en el balance, me sirvió tanto como esos parentescos que otorga el destino.

Era un hombre trigueño, diríase que muy trigueño (¿a qué persona que no lo sea podrían llamarle Negro?). Pero ese, su color de piel, adquiría un tono intenso con el contraste que le otorgaban unos ojos azules que hacían juego con su picardía e irreverencia. Porque, para él, todo era sujeto de broma y de especulación; y nada era definitivo en la vida, ni nada merecía la condición insufrible de ser algo serio. Su broma a flor de piel desacralizaba las pretensiones y desnudaba la hipocresía, hacia mofa de las contradicciones humanas, pero siempre con un humor liviano no exento de malicia, pero ausente de mala intención y de sevicia. Era inevitable escucharlo y no hacerse miembro inmediato de su íntimo conciliábulo, donde reinaban la risa a la par que la alegría, donde campeaban sus gustos sibaritas y ese don tan extraño que provocan el ingenio y la presencia de ciertas personas, y que hace sentir la paz y la alegría de vivir con plenitud la vida…

Fue maestro de la mayoría de mis amigos de generación. Ellos cuentan que sus ensayos docentes, nunca se constituyeron en clases propiamente dichas. Sin desprecio del plan de estudios, la materia que dictaba se mixturaba con una informal crónica de sus interminables y enriquecedores viajes; se transformaba en fresco coloquio para contar la sutil anécdota, en oportunidad para burlarse de las envidias, los egoísmos y la desaprensiva ambición. Así, sus clases de historia, pasaron a tener historia, fueron oportunidades para aprender de los humanos errores una profunda e indeleble lección. Por ello, casi no importaban las notas o las calificaciones. ¿A quien podía importarle, si el Negro había sembrado en sus discípulos el sabio mensaje de la inquietud y el afán por el análisis frente a todo episodio pasado que nos instruyera con su moraleja y lección?

Era abogado de oficio y alguna vez fue legislador. Por eso fue que su nombre ya lo había escuchado, desde cuando mi abuela seguía por la radio las transmisiones del Congreso. Eso pasaba en el exacto recinto donde años más tarde habría yo mismo de intentar una pieza oratoria: fue en el concurso intercolegial del “Libro Leído”, cuando el Congreso funcionaba donde había sido fundada la Universidad Central, y más tarde había pasado a constituirse en el “Salón de la Ciudad”. Me pregunto si ya desde entonces habría sido el Negro el hombre elegante que más tarde conocí; uno que casi nunca repetía el mismo traje, porque según decían: él tenía uno por cada santo del santoral, y aun unos pocos de repuesto…

Pero, esa “honorabilidad” con que alguna vez la política lo distinguió (Tiene la palabra el Honorable Littuma Arízaga!), ahora había sido sustentada con la simpatía, la gracia y la bonhomía; no había sitio, donde se estuviera, que al Negro alguien no lo conociera, porque lo signaba justamente esa facilidad tan natural que poseía para despertar afinidades, para subestimar la innecesaria seriedad y para hacer nuevos y entrañables amigos. Alguna vez disfruté de su apoyo personal y de su experiencia profesional, para asistir a una cita con un ministro de estado. Si algo se aprendía con su presencia era aquel axioma de la vida social que enseña que las buenas relaciones personales sirven de estimulante acicate para el trato fructífero y comedido entre las instituciones.

Nunca lo conocí como a un individuo ostentoso, pero puedo decir que desde siempre me dio la impresión de que era un hombre acomodado. Sin embargo, idéntica impresión me hubiera producido si lo hubiera conocido como a un personaje carente de esos mismos recursos. Es que había algo de natural en su afabilidad; su porte era ajeno a lo convencional y no permitía que la gravedad que parecen tener los sucesos de la vida, nos aplastasen con su agobiante peso. Fue más tarde que accedió a formar parte y a representar a una novedosa casa de cambios, que pronto habría de adquirir carácter de institución financiera. Fue cuando, a pesar de su generosidad y simpatía, nada pudo hacer para enfrentar el colapso de su organización, por culpa de cierta novelería ambiciosa que en forma subrepticia se había infiltrado en sus antes ordenados activos…

Fue cuando Alberto fue a parar en la cárcel con sus huesos; pero ni ahí dejó que la carencia de libertad, la maledicencia y el ostracismo desdibujaran su sonrisa. Tampoco permitió que la desilusión y el abuso de confianza que le habían lastimado, sembraran en su apenado corazón la semilla maligna del odio o del resentimiento. Se puso a esperar con dignidad la hora de su propia justicia. Y, sobre todo, nunca perdió razones para la broma improvisada y para disfrutar de la liviandad de su humor genial, y para seguirnos enseñando a quienes le queríamos que lo más importante en la vida es saber conservar la perspectiva!

Si por solo eso lo tendría que recordar, su memoria habrá de seguirme regalando ese valor filosófico que suelen tener la bondad, la broma y la sonrisa…

Shanghai, 22 de agosto de 2011
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