25 agosto 2011

La carta extraviada…

Fue ése uno de los últimos meses que en la escuela habrían de llamarme “niño”. Y, si así talvez ya no me llamaban, porque por lo general lo hacían utilizando solo el apellido, pronto, con la llegada del primero de secundaria o lo que se llamaba “el colegio”, y sin que cumpliese siquiera los doce años, iban ya a llamarme de “señor”. Debe haber sido, por lo mismo, durante la primera semana de mayo del sesenta y tres, justo antes del primer domingo de ese mes, cuando por tradición se celebra el Día de la Madre. De que yo estaba en sexto de primaria, no me cabe ninguna duda, porque el maestro de ocasión, un hermano alto y circunspecto, cuyo nombre de congregación era César Ignacio, estaba siempre buscando motivos para integrar con reuniones y era hábil para ganarse la simpatía de los padres de familia. Días antes nos había puesto a tejer unas guirnaldas de flores, con las que habríamos de coronar a nuestras propias madres, en una especial y entretenida ceremonia.

Y debe haber sido también el martes de esa misma semana; pues ese día, las clases normales se alteraban y la de Gramática se convertía en una hora de Redacción. Es cuando se nos pedía que escribiésemos un ensayo con el tema que había escogido el maestro. En esa ocasión, el tema que se había dispuesto desarrollar se titulaba “Carta a la madre en su día”. Como yo había sido huérfano toda la primaria, y quienes han sido huérfanos saben que no es fácil escribir una carta a una madre inexistente, debo haber encontrado que eso superaba las comprensibles limitaciones de mi infantil imaginación. Así lo interpreto hoy, pues parece que opté por escribir mi carta personal, a esa misma madre que ya había perdido; y, usando la dirección del lugar en donde me habían dicho que se encontraba, proseguí con el desarrollo de mi redacción. Entonces escribí mi tarea asignada y así es como compuse mi carta de homenaje a mi propia y ausente mamá…

Doce años después, buscando un documento entre los olvidados papeles de los cajones de mi desaparecida tía Anita (el avión de Saeta en que ella se hallaba, cuando se perdió, no había sido localizado todavía), me encontré con un papelito de color rosado, que tenía la apariencia de haber sido desgajado de una libreta de memorándum de la Contraloría. Al abrirlo, me pareció identificar una caligrafía que me era familiar: era mi propia letra, era la prueba escolar que yo mismo, y años atrás, había entregado en mi olvidada clase de Gramática; era nada menos que esa misma carta, que no había ido a parar a su propuesto destino, era la carta que la fortuna había querido que ahora llegase de vuelta a mis propias manos! La carta estaba escrita con una cuidadosa letra infantil digna de una prueba de caligrafía y empezaba así:

Señora
Leonor de Vizcaíno
El cielo…

Era la carta! Era mi propia carta! Era mi prueba de redacción, escrita en ese postrer año de escuela, era la carta que ahora intuyo que habría sido entregada más tarde a mi familia por mi sorprendido e impresionado maestro; era ése el inesperado documento que denunciaba mi solitaria tristeza, mi escondida nostalgia, mi melancólica orfandad. Era mi propia misiva que no había llegado a su destino, o que había sido devuelta a su remitente desde el cielo; era mi propia letra y contenía mi propio estilo. Ahí se plasmaba mi inconformidad y mi prematura sensación de angustia; esa carta expresaba mi reacción infantil ante mi inconsolable y diferente realidad…

Era la carta escrita por un niño con el estilo y la forma de escribir con que solo lo saben hacer los niños. Era una nota escrita con candidez, ingenuidad e ilusión. Era ella una forma de saludar y de contar, una manera de entregar mi homenaje por el día de la madre; pero además, y a pesar de mi corta edad, era mi concluyente, definitiva e íntima manera de decirle “adiós” a mi propia mamá!

Es curioso comprobar como ciertos acontecimientos, inocuos e intrascendentes en apariencia, parecería como que nos van marcando en la vida. Para mí, parece que uno de ellos habría de constituir aquella inocente e improvisada redacción. Ese martes de mayo, su escritura debe haberme producido una cierta sensación de alivio, una forma de catarsis que por fin me hacía asumir y aceptar una lejana realidad, que antes no la había absorbido en su íntegra dimensión. Pero, del mismo modo, cuando más tarde habría de volver a encontrarla y a redescubrirla, habría de encontrar, sobre la nota de apreciación con la que había sido calificada, que se tendía un largo y complejo velo de afectos y preferencias con que más tarde la vida habría de distinguirme y compensarme… Y también, claro, sobre esa misma nota, habría de plasmar yo, más tarde, mi propia y reflexiva evaluación...

Al leer el mensaje filial, observado ya con los ojos de un hombre adulto, cuando ya habían pasado los años, y podía aprovechar del beneficio que regalaba la distancia, la carta me permitía hacer la revisión de mi pasada existencia y observarme yo mismo en el reflejo de mi propio espejo interior. Había sido ésa una carta sencilla, carente de halagos o de promesas; y hoy, su repetida lectura me comprometía con el futuro y me hacía renovar otra promesa. Una promesa con mi propia vida y con la de quienes estaban todavía cerca y a mi alrededor…

Dicen por ahí que los borrachos solo dicen lo que realmente sienten. Puedo decir también algo parecido: que cuando los niños escriben, solo dicen aquello a que les impulsa su inocencia y lo que les aconseja su propia verdad, la de su ingenuo y candoroso corazón…

Shanghai, 26 de agosto de 2011

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