25 octubre 2011

Abajo el telón!

Era aquel un zaguán angosto y muchas veces oscuro… Era, más bien, un largo pasadizo que daba acceso a un auditorio improvisado. Apostados al apoyo de las ventanas del tercer piso de esa casa, que de niños habíamos creído que se hallaba encantada, observábamos, desde arriba, los refriegues y besuqueos de las ocasionales parejas, que venían a ofrecernos un anticipo de lo que más tarde descubriríamos que eran los placeres de la carne. Había en esa especie de butaca de palco un cierto contrasentido, porque algo parecido, sino que presentado en las figuras que deambulaban en una pantalla cinematográfica, era lo que nos tenían prohibido presenciar a los niños menores de doce años…

Intuyo que, en sus comienzos, ése debe haber sido el acceso a un solar abandonado. Más tarde un vecino de procedencia árabe habría de habilitarlo como bodega para guardar sus rollos de papel y otros productos diseñados para alegrar las fiestas infantiles con elementos decorativos y con disfraces de fantasía. Un cierto día el “abuelito”, como habían dado en llamar a tan industrioso personaje, pasó a supervisar el trasteo de sus almacenados enseres hacia ese sótano, difuminado de sombras, que hacía de primer piso de la casa en que vivíamos. Pocos días después habría de comenzar aquella remodelación que habría de transformar esa cubierta a dos aguas en un alegre y concurrido auditorio. Un rótulo que antes había visto colgado en otro lugar del centro, anunciaría su pomposo nombre: “Radio la Voz de la Democracia”.

Cuántas veces no entraríamos a ese recinto! Cuántas, no habríamos requerido de permiso de ingreso para presenciar sainetes y concursos de otro jaez; y cuántas veces, también, no tuvimos necesidad de pagar el importe para presenciar las películas que en su auditorio, ya convertido en cine de barrio, se proyectaron! La circunstancia de ser vecinos, niños que se habían ganado la simpatía de guardianes y dependientes, y esa no disimulada condición de huérfanos, parece que nos fue dando carta de libertad, para presenciar en forma siempre gratuita todos los entretenimientos que en ese proscenio se fueron presentando. Así, nos fuimos familiarizando con los actores y las actrices, con los diferentes locutores deportivos, con los comentaristas políticos y con los propietarios de la emisora.

Allí, en esa mágica pantalla, habríamos de presenciar nuestros primeros dibujos animados. Más tarde asistiríamos a la proyección de las más antiguas películas de vaqueros; a las de una lánguida señora que nunca lograba contener su llanto, llamada Libertad Lamarque; a las de una actriz española de labios provocativos y mejillas exuberantes, conocida como Sarita Montiel. Allí habríamos de ver luego, decenas de cintas en blanco y negro; nos habríamos de entristecer con el final inesperado de “La montaña siniestra”; y nos habríamos de repetir hasta el cansancio las entretenidas comedias del multifacético Mario Moreno, “Cantinflas”.

Era en las mañanas de Sábado que la sala se iluminaba. Era cuando el pequeño teatro se utilizaba para los programas radiales en vivo o lo usaban los actores para realizar sus ensayos de ocasión. Habían colocado unos retratos en sus paredes; y allí destacaban las de su orgulloso propietario, un individuo grueso y más bien pequeño, de tez trigueña y voz atiplada, a quien le decían “el Mocho” y se apellidaba Cevallos. En esas fotografías destacaban, las figuras de la música y del teatro de esos días, como el dúo Benítez-Valencia, la sin par Carlota Jaramillo, o ese símbolo del espíritu fanfarrón y de la picardía, el siempre imitado y nunca igualado Ernesto Albán, el “Omoto”, conocido por sus jocosas comedias costumbristas: las estampas quiteñas del sentencioso Don Evaristo.

Pero fueron las películas de “Cantinflas”, las que más habríamos de disfrutar. Eran tardes que entrábamos a aquella sala, con solo haber advertido en casa que “íbamos un ratito a jugar al colegio” o que “íbamos a dar una vuelta por la esquina”; y como la misma película habría de repetirse durante toda la semana, no hacía falta ver la proyección completa, y pasábamos a ese cine solo por cortos momentos, con la confianza de que volveríamos luego para ver la parte que habríamos interrumpido, para poder cumplir con las tareas encargadas por la abuela. Podría decirse que, la nuestra, fue una forma anticipada de las “series por episodios” que habrían de venir, con la programación televisiva, años más tarde.

De esas películas se hablaba, a primera hora los Lunes, en el primer recreo de la escuela. Ahí se hacía referencia a sus principales incidencias; allí con nuestros comentarios, dábamos testimonio de haber presenciado las películas que se exhibían; y así, con la prueba que dábamos de nuestra asistencia, adquiríamos una especie de patente; y, ante todo, una actitud de aquiescencia con la que nuestros condiscípulos nos otorgaban el gesto – ni oficial, ni autorizado, pero importante y definitivo -, de su reconocimiento y aceptación. Fueron esos minutos los que perfilaron a los mejores contadores, unos que desde allí ya se caracterizaron por su facilidad para narrar los episodios y captar la trama; y que nos entretuvieron a los demás con su facilidad para el gesto y la imitación.

Y así es como, terminábamos comentando la trama de las cintas de Cantinflas y comparando sus comedias. Así es como oíamos comentar la historia de un limpiador de ventanas, que descubre al culpable de la pérdida de unas joyas muy valiosas. Esa historia nunca la vimos, a pesar de que se publicitaba como la mejor que había producido el actor. Se llamaba “Abajo el telón”; y, aunque jamás la habíamos visto, cien veces nos la contaron; hasta que desde un buen día, sin haberla visto, empezamos a comentar su sencilla trama, concientes que hay una edad para integrarse, porque si no, alguien podría excluirnos con un cruel y perentorio “Abajo el telón”…

Sydney, 25 de octubre de 2011
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