21 octubre 2011

Cocolón y socarrat

Hoy, casi cincuenta años después, ya no recuerdo qué quería decir la abuela con aquello de que fuese “a parar el arroz”. Es probable que lo que habría querido pedirme es que lo pusiera a cocinar; sin embargo, es aún más probable, que con esa misma urgencia lo que realmente me habría pedido es que fuese a cortar el fuego o a supervisar su última cocción. Lo que sí recuerdo es que yo era en casa el designado y exclusivo “gerente de adquisiciones”; y aunque no tuve derecho, en ese entonces, a una “comisión” propiamente dicha, la mayoría de las veces tuve la exclusiva prerrogativa de ir a una tienda de abarrotes que estaba ubicada cerca del mercado para, luego de hacer la cola respectiva, escoger el tipo de grano y realizar aquella casi cotidiana negociación.

Nada hay más simple, en asuntos de cocina, que guisar el arroz. Y nada, resulta más sencillo, tampoco, que dejarlo quemar! Por ello, creo que conocí desde siempre su sencillo proceso; y nada encontré más simple que cocinar el arroz; lo que, con el tiempo, fue pareciéndome tan fácil como calentar agua para tomar café. En efecto, nada había tan sencillo como someramente descamisarlo (eran tiempos en que las “piladoras” no eran tan cuidadosas con esta tarea), luego lavarlo en forma breve, dejar entonces que hirviera el agua en un recipiente de tamaño mediano, para después añadir un poco de aceite y cebolla blanca, y al final poner el arroz a que se cocine por no más de media hora. Entonces, y cuando ya el agua se había absorbido en forma suficiente y los “orificios” habían empezado a aparecer, había que cancelar el fuego, a efecto de que el arroz no se quemara, ni se adhiriera al fondo, formando el llamado “cocolón”.

A fe mía que esto del “cocolón” fue un término que no estuvo desde el principio en el léxico culinario de la casa. Para la abuela el arroz que se había pasado de cocción era arroz quemado y punto. Por lo mismo, era solo arroz al que se había descuidado en la parte más importante de su preparación, y, por lo mismo, era cualquier cosa menos arroz “bien hecho”. Me temo que las importadoras del concepto fueron unas primas, que un buen día vinieron desde la costa con esa rara novedad convertida ya en preferencia: la de una oscura costra de arroz quemado que quedaba en la base del recipiente, por la que ellas discutían y hasta “ofertaban” su goce exclusivo. Es así como se lo disputaban, entre forcejeos que respondían a nuestros repetidos pregones de “quién quiere arroz quemado?”

Debo haberme sentido no solo confiado y confiable cocinero, cuando un día, en mis tiempos adolescentes de Palestra, y a falta de cocinero o “ecónomo” oficial, decidieron encargarme la importante tarea de cocinar para un grupo mayor a treinta personas; y, aunque entonces no se me quemó el arroz, habría de sucederme algo parecido (aunque al revés), y es que no logré que se cocinara completamente el cereal! Siempre recordaré con gracia los apuros que pasamos una tarde, a la hora vespertina, cuando correteando por las tiendas de Conocoto con un querido compañero, buscábamos atún enlatado para colocarlo en el centro de unas bolas de masa gelatinosa en que, por motivos nunca explicados, se nos había convertido el arisco y caprichoso arroz mal cocinado. Y es que, claro, no habíamos caído en cuenta que para los asuntos de cocina también contaba la aritmética… Porque no podía prescindirse de la indispensable proporción!

Por ello es que, pasados los años y establecidas ya mis pretensiones culinarias, he tratado de poner empeño en saber debidamente “parar el arroz”, y en hacerlo con propiedad. Así es como he aprendido a preparar “risottos” y paellas; y hasta a dejar esa costrita quemada que en España no llaman cocolón, sino “socarrat”. Imagino que el término viene de un verbo que significa tostar ligeramente, o sea “socarrar”. Por esto que, cuando de preparar paellas se trata, mis familiares y amigos me dejan solito en la cocina; y solo vienen de rato en rato a cerciorarse que no me he escapado del sagrado recinto, a cuento de que vienen a regalarme una copa de vino, o de que lo que realmente quieren es solo curiosear…

Nada hay más complejo que satisfacer las ajenas expectativas, como cuando me piden que prepare una paella, lo que sucede precisamente cuando me encuentro lejos de donde puedo conseguir sus ingredientes y cuando esos elementos se me hacen difíciles de encontrar. Hace pocos días había ofrecido cocinar una paella a mi retorno de la Gran Muralla cuando, para mi horror y contrariedad, descubrí que no iba a tratarse de “compartir unos sabores”, sino de una cena formal, con mozos de librea, y que entre los degustadores se encontraban nada menos que los principales personeros de dos distintas embajadas… Y yo, que había pensado que mis evaluaciones profesionales se habían terminado, tuve que someterme a esta nueva forma de inesperada valoración…!

Yo, que a menudo alardeo de haber cocinado para más de treinta personas, he tenido que aprender una nueva lección y a destiempo, una que parece que es exigida por la propia diplomacia: aquella de que no van bien el arroz quemado con las relaciones internacionales… Por suerte, en mi más reciente experiencia no hubo ni arroz quemado, ni cocolón, ni socarrat; y por fortuna, pude contar con mi propia paellera y también conseguir los ingredientes necesarios. Para mi gusto, creo que no estuve generoso con la sal; pero, por fortuna, con la sal sucede igual que con la cocción, que es preferible que falte un poco a que se nos pase de la raya! Ya habrá oportunidad, a base de juro por Dios, de comentar en otra entrada mi propio y personal procedimiento, el mismo que no tiene secretos y que hasta aquí, por lo menos, no se ha topado con remilgosos reclamos…

Soy consciente, en este punto, que hay gente que accede a este blog por motivos culinarios. De hecho, mi entrada más popular sigue siendo una que alguna vez intitulé “Caldo de treinta y uno”. Con estas experiencias, las de los peroles y mis “escribientes” trasiegos, lo más aconsejado va a ser la invención de una paella, a la que estoy a punto de otorgar autoría y padrinazgo: “Paella de treinta y uno”… Qué tal?

Sydney, octubre 22 de 2011
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