16 octubre 2011

Otoños y nuevas primaveras

“Hemos de matar en los gigantes a la soberbia; a la envidia, en la generosidad y buen pecho; a la ira, en el reposado continente y quietud del ánimo; a la gula y al sueño, en el poco comer que comemos y en el mucho velar que velamos; a la lujuria y lascivia, en la lealtad que guardamos a las que hemos hecho señoras de nuestros pensamientos; a la pereza, con andar por todas las partes del mundo, buscando las ocasiones que nos puedan hacer y hagan, sobre cristianos, famosos caballeros”. Miguel de Cervantes. Don Quijote de la Mancha.

Esta semana he dejado lo que fuera mi hogar durante mis últimos treinta meses de estadía en el Asia. Mi salida de Shanghai ha coincidido con mi decretado retiro. Eso de dejar un lugar que ha sido testigo de una etapa importante de la vida, deja una mezcla extraña de variadas y contradictorias sensaciones. Hay en esta imagen una suerte de simbolismo, una como clarinada de augurio, uno como pregón que equivale a una nueva epifanía; porque el dejar una acostumbrada actividad y reconocer que se ha llegado a su inevitable otoño, es equivalente a mirar caer las hojas, y comprobar que esos mismos árboles que fueron sustento y sombra protectora, fueron perdiendo su verdor, su fronda y su alegría.

Por ventura, con los episodios de la vida de los hombres, sucede como con el clima de los opuestos hemisferios; que si bien el uno soporta el proceso del deshoje, el otro asiste al brote del color, la floración y la alegría. Porque, así como unas situaciones representan al otoño, otras, que son simultáneas, manifiestan la presencia de frescas primaveras en la vida. Y así, si un ciclo se cierra y culmina, otro parece estar a la espera para asumir la alternativa. Allí, nuevas posibilidades se avizoran, otras oportunidades se presagian, otros proyectos se insinúan, nuevas promesas parecen descubrirse; cual flores que brotan y se abren, cual pétalos generosos que regalan su color y su perfume, que sorprenden con la plenitud y la riqueza, que exhiben esa fuerza generadora que tiene la renovación, que propicia la prodigalidad, la esperanza, la creación y la misma vida.

No hace mucho hablábamos de las maravillas que ha construido ese ser inquieto y curioso que es el hombre; ser inquisidor y siempre insatisfecho que ha creado la cultura y la civilización. No recuerdo si fue Oswald Spengler, en “La decadencia de Occidente” (o Gibbon, en “La caída del Imperio Romano”?), que argumentaba que la cultura era más bien un proceso ascendente; y que lo contrario, es decir su decadencia, era lo que los hombres llamábamos con el nombre de “civilización”, imitando así a lo que sucede con los ciclos de vida de los seres humanos. Sea o no acertado dicho concepto, lo verdaderamente importante es remarcar los logros, huellas y legados que ha alcanzado el hombre en el mundo con sus sorprendentes formas de organización; con ese conjunto de ideas, costumbres y creencias que han impulsado su desarrollo colectivo; huellas que han sobrevivido, a pesar del paso del tiempo, como testimonio de las cimas que la humanidad alcanzó.

Por ello, había querido cerrar mi ciclo asiático con una visita que constituía un rito y una forma de reverencia, una ofrenda y un homenaje. Había planeado una excursión a ese hito sorprendente que tuve oportunidad de apreciar muchas veces, pero sólo desde el aire. La Gran Muralla es una obra fascinante por su sinuosidad y por sus cambios de relieve; fabulosa por su intención; formidable por el trabajo involucrado y por los recursos dedicados; impresionante por su amplísima extensión; portentosa por su propósito defensivo y protector. Hubiera sido inexplicable e inaudito que, luego de haber volado por treinta meses -los más postreros de mis actividades profesionales- en una aerolínea que ostentaba su mismo nombre, no hubiera podido visitar la histórica Gran Muralla; y que no hubiera cumplido con el trámite cautivador de este propuesto peregrinaje.

Y así, he llegado este otoño a una ciudad-capital que quizás no tuvo acceso, en su tiempo, al roce e influencia de Occidente que habrían tenido ciudades como Hong Kong, Tianjín o Shanghai, y que ha servido de centro administrativo a varias dinastías imperiales; Beijing es una urbe que ha ido adquiriendo, con el influjo del consumismo y la globalización, ese ritmo intenso y avasallador que exhiben las "megápolis" y las grandes capitales. Beijing es una ciudad enorme que ha dejado de ser recoleta; una urbe que integra un amplio entorno de espacios generosos donde puede ya advertirse que se dio importancia a la continuidad y a la planificación urbana.

Porque Beijing es una ciudad que se mira a sí misma desde dentro; una urbe que desde siempre se supo favorecida y preferida por diversas dinastías del imperio chino; una ciudad cuyos habitantes viven hoy en día el orgullo de visitar lo que en el pasado se les proscribió; y con ello disfrutan del derecho a tener acceso a una extensa ciudadela que en el pasado el pueblo llano nunca pisó. Entonces, su visita a la Ciudad Prohibida se convierte en irónico y contradictorio símbolo de lo que ese cerrado espacio alguna vez representó: una restringida fortaleza, un privilegiado cuartel de eunucos y un recoleto claustro de concubinas imperiales.

Visito este emplazamiento en compañía del alcalde de Quito, a quien conozco en forma casual solo pocos minutos antes de realizar este, para mí, renovado reconocimiento. Con él hemos coincidido en una cláusula de tiempo libre; en su caso, antes de continuar con sus gestiones oficiales y administrativas; en el mío, antes de acudir al palacio de verano de la legendaria Dama Dragón, y antes también de preparar mi romería final a ese monumento serpenteante que supo sobrevivir, si no a las invasiones, por lo menos al paso implacable del tiempo y sus milenios. Hoy, la Gran Muralla no ha podido contener el intercambio con el mundo, ni el avance de la globalización; y mucho menos, tampoco, ese impulso propiciado por el hombre de la nación que una vez encerró, hacia los ansiados horizontes del bienestar y del progreso.

Beijing, 17 de octubre de 2011
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