26 octubre 2011

De héroes y periplos

La vida es un continuo descubrimiento. Y eso es lo que justamente la hace más hermosa e interesante: la posibilidad de descubrir, de aspirar a encontrar algo; ese derrotero que en sí es ya una nueva meta: la fortuna de poder explorar. Quizás a eso se debió nuestra fascinación por el comportamiento de los números cuando fuimos niños; y por eso sucumbimos desde temprano a la relación épica de los esfuerzos de los exploradores y pioneros, que nos habría de entregar la historia; y por eso, nos dejamos seducir por la descripción de tierras lejanas, y para nosotros ignotas, distintas en el paisaje y en su estructura, donde los hombres habían adoptado otras costumbres y otras formas de comportamiento, que nos regaló la geografía. Y así, descubriendo, aprendimos el sentido de la plenitud en el vivir, que nunca puede estar ausente de la capacidad de explorar.

Sin el deseo de la búsqueda, sin la posibilidad de encontrar, pasa a carecer de sentido la vida. Por eso, educarse es una forma de aprender a descubrir; y ello, es descubrir que, si nos proponemos, podemos hallar siempre algo nuevo, algo más. Nada hay tan heroico en la historia de la humanidad como la portentosa hazaña de los descubrimientos, nada que nos seduzca y embruje tanto, nada que nos produzca más asombro, que nos inspire y que nos llene más de curiosidad. La mitología clásica, que fue la cuna de nuestra civilización, dio desde el principio, especial importancia a esos viajes esforzados, a las expediciones descubridoras. Así se registraron esas aventuras llenas de fantasía y de asombro que fueran recogidas por Homero, así la humanidad ofreció reverencia con el recuerdo a los temerarios y a los audaces que habían intentado y logrado ir un poco más allá.

Por esto también es que cuando en la alta edad media, surge un puñado de visionarios que apuestan a lo desconocido, se altera la historia del hombre, se comprueba que había algo más que una sola masa continental que incluía lo que mostraban los imprecisos mapas y portulanos, las descripciones de los perfiles costaneros y las “cartas de marear”. Fueron esas sorprendentes expediciones las que nos “descubrieron” un nuevo mundo, las que confirmaron luego el concepto de la redondez de la tierra, las que comprobaron la idea que era uno solo el formidable océano y que la tierra giraba sobre sí misma, mientras hacía su porfiado y puntual tránsito alrededor del astro que nos brindaba luz y calor.

Por todo aquello es que nos maravillaron desde siempre los viajes colombinos, representados por su incomparable propiciador y misterioso personaje, por ello repetimos, con nuestras lecturas, la locura de sus empeños, la demencia de sus pretensiones, la valentía de su audacia, la riqueza de su imaginación, la fuerza arrolladora de su temeridad. Cristóbal Colón habría de pasar a convertirse en arquetipo y referente para nuestras vidas. Él, un hombre soñador, imbuido de una mística de posesión y apostolado, estaba convencido de una errada teoría con la que disuadió a reyes y financistas, con la que inspiró y dominó los apetitos y sueños de sus hombres, con la que murió convencido de haber llegado al Asia, a las distantes y distintas tierras de Cipango y Catay…

De dónde le vino al Almirante la firmeza en su convencimiento? Qué le persuadió que no se habría de equivocar? Algunos cronistas han insinuado una respuesta: López de Gómara y el inca Garcilazo sugieren que recibió previa información, mientras vivía en una de las islas portuguesas. Un postrer testimonio le habría entregado, con su último estertor, el solitario sobreviviente de un atlántico naufragio. Caso similar es el de Hernando de Magallanes que se sugiere habría tenido acceso a información imprecisa y equivocada en la corte del rey de Portugal, contenida en unos mapas que señalaban un “paso” hacia el otro lado de las nuevas tierras descubiertas, una apertura ubicada hacia los cuarenta grados de latitud meridional, lo que era en realidad la desembocadura del río de la Plata.

Cuando se comparan los viajes de Colón con la extraordinaria travesía de este portugués que dirigió tan increíble y fantástica expedición española, no queda sino el reconocimiento al carácter indómito de Magallanes, su formidable sentido de la previsión, la seguridad en su convencimiento, sus dotes de marinero y de soldado, su liderazgo y mística religiosa, su confianza en las recompensas que había previsto, su astucia y habilidosa psicología, su capacidad organizativa, su obstinada perseverancia solo superada por su ilimitada ambición. A pesar de la imponderable trascendencia histórica de su sorprendente e indescriptible viaje de circunnavegación, jamás se nos ponderó en forma suficiente la relación de su viaje; todo, en forma probable, por ser portugués o porque su inverosímil hazaña no habría de alcanzar, con el paso del tiempo, un influyente rédito comercial.

Fue en una breve visita a Río de Janeiro que me interesé, por vez primera, por la historia de ese y otros fabulosos viajes previos a las costas del Brasil. Fueron unos colegas españoles quienes me comentaron que conocían desde la escuela, acerca del descubrimiento de la bahía de Guanabara por parte de Gaspar de Lemos, el primer día del año de 1502. Lemos y quienes lo acompañaban cumplían órdenes del rey de Portugal, Don Manuel "El Afortunado". El relato de los placeres que entonces disfrutaron esos cansados marineros, su asombro ante la belleza del paisaje encontrado, me llevaron más tarde a hurgar en bibliotecas y librerías en busca de otro extraordinario relato descubridor. Así llegué a la posesión de un hermoso documento, que es el diario de a bordo del posterior y legendario viaje de Magallanes alrededor del mundo, donde se relatan sus episodios sorprendentes: es el diario de un muchacho italiano que se incorporó a la travesía y a la hazaña: Antonio de Pigafetta.

Sin embargo de lo comentado, es necesario haber leído una apasionante biografía que existe del verdadero primer explorador de ese enorme océano que cubre la tercera parte de la tierra, y quien realmente fue el primero en apellidar de “pacíficas” a sus tranquilas aguas, para volver a admirar el genio del descubridor y disfrutar una vez más de su odisea formidable. Ahí, en el libro escrito por Stefan Zweig puede apreciarse la apasionante historia de esa inmortal navegación y el raro espíritu de ese marino inigualable. Justo sería que el Pacífico fuera conocido como Océano de Magallanes!

Sydney, 27 de octubre de 2011
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