17 octubre 2011

La fortaleza infinita

Su nombre se escribiría en pinyin (el sistema de escritura que sirve para adaptar la fonética del chino) como “wan lí chang cheng”, que querría decir, literalmente, “la larga muralla de diez mil lí” o “la fortaleza de diez mil lí”. Tengo entendido que este “lí” es una medida china de longitud, que equivale aproximadamente a unos ochocientos cincuenta metros, por lo que el nombre significaría “la muralla de los ocho mil quinientos kilómetros”, que es justamente la extensión aproximada de la Gran Muralla China. Pero los caracteres “wan” (diez mil) y “lí” se utilizan también para representar en chino al infinito; por lo que el nombre original adquiriría además un sentido poético, algo así como “la muralla o la fortaleza infinita”.

Su primera etapa de construcción data ya de cerca de veinticinco siglos y luego habría sido edificada en varias etapas, básicamente para defender al pueblo chino de la invasión de las tribus nómadas mongoles. En épocas posteriores, en las que los invasores dominaron y gobernaron China, la Gran Muralla perdió su utilidad; pero nuevas invasiones de pueblos de Mongolia y Manchuria obligaron a continuar con su edificación en la parte oriental de la frontera norte. Esta última parte, que empieza en la frontera con Corea, es la más sinuosa e irregular; de hecho, no fue construida sino hasta hace algo más de quinientos años. Vale decir que solo fue construida poco antes del descubrimiento de América y algo más de un siglo después del supuesto viaje a China del legendario Marco Polo.

Es justamente esta parte levantina de la muralla o fortaleza, y debido a la característica irregular y montañosa del terreno, que se habría constituido en infranqueable. Se entiende que la muralla llegó a estar defendida por un grupo armado tan numeroso como de un millón de hombres. La barrera está, por lo mismo, compuesta de esta gran pared, e intercalada, de trecho en trecho, por torres de observación y vigilancia, además de pequeños emplazamientos para ser utilizados como cuarteles para albergar a estos ejércitos defensivos.

Puede verse en la parte oriental, justamente la que se ubica algo así como a una hora de viaje hacia el norte de Beijing, que para su construcción se ha utilizado especialmente piedra caliza. Esto no habría sucedido en el sector occidental, donde se habría utilizado tierra apisonada; por lo que en estos sectores la muralla no se encontraría en tan buen estado, pues habría sido destruida, en algunos casos, para utilizar sus materiales como elemento de construcción de los pueblos vecinos. Esto nunca sucedió en el tramo oriental, donde además, la naturaleza irregular del terreno, convierte a la muralla, en poco menos que inaccesible. Es fácil imaginar, cuando se la visita, todos los enormes esfuerzos que habrían soportado sus constructores, los riesgos incurridos y el gran trabajo físico que habría sido necesario para culminar esta gigantesca y hercúlea tarea.

Por ello no sorprende que la Gran Muralla sea considerada también un enorme cementerio. Se cree que en su construcción habrían fallecido un total de diez millones de obreros. Cuando el visitante contemporáneo llega al pie de estos riscos, en cuya cima se ha situado su formidable construcción, puede entender los sacrificios que soportaron a su tiempo sus vigías, los recursos humanos y materiales que fueron necesarios para su mantenimiento y alimentación; y sobre todo, las estrategias y nuevos métodos que tuvieron que inventar los prospectivos invasores para lograr el éxito en sus nuevos y ocasionales asaltos.

Alrededor de dos siglos después de finalizada la última etapa de construcción, China soportó una nueva invasión de los pueblos de Manchuria. Los manchúes llegaron a la capital de la dinastía Ming, tomaron Pekín y anexaron el imperio a Mongolia. Con esto, el Gran Muro perdió ya su necesidad y valor; y solo habría de quedar como imperecedero recuerdo de los afanes y esfuerzos colectivos; y también como indeleble testimonio de los sacrificios a que conduce el instinto de conservación y el afán de subsistencia que suele caracterizar al hombre.

Hoy en día, ya no hace falta “asaltar” la sorprendente fortificación para llegar a ella. Un cómodo vehículo lleva al viajero hacia uno de sus más utilizados accesos; luego, un moderno teleférico se encarga de abreviar el viaje y cancelar el esfuerzo necesario para culminar el ascenso. Así, en cuestión de pocos minutos se alcanza una de las terrazas de observación, donde los sorprendidos visitantes pueden comprobar la estructura, trazo y recorrido de esta fabulosa edificación; y, a la vez, obtener el beneficio de apreciar este paisaje montañoso formidable.

En mi caso particular, creo que escogí el día de visita en forma equivocada. Acudí a la Gran Muralla un día domingo por la mañana, sin considerar la gran densidad de visitantes que podrían estar presentes. Había tal congestión de tránsito que, no habiendo lugar para estacionar el vehículo que gentilmente me proporcionó nuestro embajador, hubo necesidad de caminar una empinada cuesta de quizás un medio kilómetro, con la fatiga y sensación de ansiedad que son consecuentes. No faltaron en el trayecto los mercaderes invasores chinos, dispuestos a vender a cualquier precio sus recuerdos y más productos; y a convertirse en la nueva “gran muralla”, con sus ruegos insistentes y sus estrategias empecinadas…

He conocido así una “maravilla” más; o, mejor dicho: tengo ahora una menos por conocer! Se ha constituido, esta visita, en nueva ocasión para meditar en las formidables tareas en las que suele empeñarse el hombre; y en oportunidad para dar satisfacción al renovado disfrute de los sentidos. Ese goce, cuando se viaja, se extiende por espacios que sobrepasan “diez mil lí”, ya que el afán de exploración es siempre infinito. Porque, asimismo, infinita es la curiosidad, e infinito también el asombro que produce la civilización, cuando se empeña en alcanzar estos fascinantes logros colectivos.

Beijing, 18 de octubre de 2011
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