18 septiembre 2012

El otoño de la piedad…

Ha sido un vuelo largo y fatigoso el de esta noche. Hemos iniciado el trayecto en Lagos, junto al Atlántico, un puerto avecinado al ecuador terrestre. Nuestra ruta ha cruzado el continente africano en su punto más angosto, siguiendo la línea de su imaginaria garganta. Volamos ahora sobre Sudán y amanece. La penumbra del crepúsculo se ha ido difuminando. Nuestro destino es Riyadh, en Arabia, ubicada en algún punto del Trópico de Cáncer. Nos acercamos al equinoccio de otoño en el calendario y el sol se va insinuando con su resplandor inclinado hacia oriente.

A estribor todavía titilan necias estrellas rezagadas. Abajo, a los lejos y más allá del horizonte, está la tierra austral donde a esta misma hora quizá juguetean mis nietos. Allá, está próxima a llegar la primavera. Pienso en esta dualidad, en esa paradoja sideral; en que mientras para unos calienta el verano, a otros afecta el frío del invierno; en que mientras unos disfrutan de los días largos, otros tienen que enfrentar la oscuridad y el rigor estacional. Los equinoccios marcan eso: la posibilidad de que los días tengan la misma duración que sus noches. Pienso en lo metafórico y contradictorio de estíos e inviernos, de otoños y primaveras…

De pronto, pienso en esas insurrecciones que llamaron “primaveras árabes” y en el primer libro que descubrí de Henry Miller: Primavera Negra. Hasta que lo leí, no había meditado en las sutiles diferencias que existen entre pornografía e irreverencia, entre obscenidad y erotismo. Su lectura fue para mí un solitario descubrimiento. Por esos años había ocurrido su deceso y para entonces ya me había devorado una buena media docena de sus libros. Así disfruté sus dos Trópicos: el de Cáncer y el de Capricornio; y, más tarde, el impulso salvaje de aquellos polémicos Sexus, Nexus y Plexus.

Fue, con Primavera Negra, que empecé a advertir lo adictiva en que se convertía su lectura. El toque de cinismo de sus relatos, sus infidencias eróticas, el uso hemorrágico de los adjetivos, su forma de construir las frases, esa mezcla brutal de insolencia y de nihilismo que obligaba a un ritmo acelerado para seguir la furiosa narración de sus experiencias; solo para descubrir que hacía falta volver atrás para disfrutar de sus descripciones, para saborear con fruición el uso de las palabras y concentrarse en la fuerza torrencial de su estilo. Había allí una mezcla de impudicia y de rebeldía, de obscenidad y de rechazo a lo establecido. Pero, ante todo, había una como avalancha, impetuosa y agresiva, que se combinaba con sus añoranzas, con sus soliloquios de profeta y con su inconformismo.

Pienso en mis lecturas de Primavera Negra al recordar los episodios de la no muy lejana primavera árabe; y los más recientes que se han ido transformando en un otoño sangriento. Sí, porque si la refrescante floración de unos anhelos de libertad pudo compararse con una primavera; la repentina reacción de grupos intransigentes en contra de las mismas entidades que estimularon y apoyaron su reconocimiento, señala el ocaso del valor de la fraternidad y representa lo difícil que es tratar de conciliar creencias y sentimientos.

De inicio, no puede justificarse la perversa provocación que ha desatado la edición de un documental burdo, ofensivo y lamentable. Quien, a pretexto de ejercer la libertad individual, lastima así las creencias y los valores ajenos, no merece el respeto y consideración de los demás, sino tan solo el repudio más frontal y enérgico. Pues, así como para muchos lo que cuenta es el respeto a su libertad personal, para otros no existe nada más sacrosanto que sus creencias y preceptos; nada más profano que la negación de sus religiosos convencimientos.

Cierto que hay quienes convierten la religión en un fin en sí mismo, o caen con facilidad en el fetichismo -que no es sino otra forma distinta de idolatría- y en expresiones absurdas y condenables de fanatismo; pero, quienes provocan esas exageradas reacciones, están en la obligación de reflexionar en si, con su desdén y desprecio a lo que se constituye en sagrado para los demás, no están también dando pábulo para que se cometan actos censurables por lo desproporcionados, y crímenes condenables por lo horrendos.

No cabe duda que parte de tales reacciones obedece a protervos impulsos inducidos por elementos que abrigan propósitos oscuros, que infunden odio y descontento. Y no cabe duda que al socaire de esas reacciones, existen afanes malévolos y perversos. Pero estoy persuadido que es deber, de quienes lideran las más importantes religiones, de educar a sus miembros para la fraternidad y para buscar la tolerancia universal entre las diversas concepciones y credos.

Jeddah, 19 de septiembre de 2012
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