01 septiembre 2012

Cuando viernes es domingo

Hoy por la mañana fui repetidas veces a retirar mi ropa de la lavandería; había procurado tomar en cuenta el horario de cierre que el local tiene establecido. La encontré cerrada una y otra vez; y luego de molestarme y, quién sabe, si también de demostrar mi enojo y exhibir mi mal talante, descubrí qué era lo que pasaba: era que hoy era viernes, lo que en el mundo islámico equivale a domingo, nuestro día de descanso: el relajado día para ir de paseo o para ir a misa en familia!

Cuando más tarde, hice tiempo para evitar que al llegar el centro comercial, este estuviese cerrado, me topé con que, ni bien lo habían abierto, cuando todos los establecimientos tuvieron ya que cerrar nuevamente sus puertas. Era que se había decretado la hora de la plegaria vespertina. Esta cláusula nunca sucede a la misma hora, y tampoco a una hora exacta en Arabia. Daría la impresión que se trata solo de una impostura o de una misteriosa y secreta confabulación para conseguir que los extranjeros, a quienes aquí nos llaman “infieles”, pudiéramos perder la paciencia o renunciar para siempre a nuestros empecinamientos…

Bien visto, no parecen importar los horarios en esta tierra calurosa y desértica; las continuas interrupciones de la vida civil, marcadas por el anuncio recurrente que llama a la oración, parecen determinar las prioridades del mundo musulmán y definir su estilo de vida. Contrario a ese desprecio por la cronología, hay aquí muchos almacenes que venden sobre todo… relojes! Y, esto no deja de tener su particular ironía. Si se mira con atención, con facilidad se comprende que en un mundo donde no se da preferencia a la puntualidad, hace falta consultar con frecuencia el reloj para saber cuándo la plegaria empieza y cuándo termina…

Aprovecho de este viernes “dominguero” para visitar los nuevos desarrollos urbanísticos de Jeddah; y descubro urbanizaciones y complejos acaudalados y sorprendentes. Ellos siguen una línea que roza la costa de ese cuerpo de agua sosegado que es el Mar Rojo. Puede verse el ímpetu y la opulencia de una clase media alta que, detrás de las túnicas blancas o negras que parecen uniformar a sus hombres y mujeres, esconde un gusto por disfrutar de los mismos artilugios que crean curiosidad, y eventual bienestar, en los hombres de todas las latitudes.

De vuelta ya al distrito donde me alojan, encuentro de nuevo una costumbre que llama la atención, de la sociedad saudita: es su incuria por mantener la ciudad limpia. Se encuentran desperdicios, botellas plásticas vacías y latas trituradas, arrimadas a todas las aceras. Da la impresión no solo que no existen ordenanzas adecuadas y sistemas de disuasión y control; sino, sobre todo, que el vecino de la ciudad, lejos de haber interpretado los beneficios de la limpieza, ha emprendido en una insólita campaña por ensuciar la ciudad como una forma de declarar su propiedad, de decretar que la ciudad es suya y que ya nada más cuenta!

En instancias así, uno cede al impulso de tomar prestado el título de una de las primeras novelas que leyó en su adolescencia: “La ciudad y los perros”, y decide bautizar a la barriada de Al-hambra como “La ciudad y los tarros”. Es que, son tarros vacíos y aplastados los que se observan por doquier; como que todo ese enorme caudal de recursos de las arcas públicas sauditas no daría sustento para implementar un sistema de recolección de desperdicios y hacer promoción en favor de la limpieza… Pero perros, en cambio, no se ven, o no existen en esta tan desigual península. Hay gatos, muchos gatos, aunque todos esmirriados y famélicos…

Jeddah, 1 de septiembre de 2012.
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