12 septiembre 2012

De las barbas en remojo

Esto de escribir resulta un ejercicio de confesión. Encuentro en el mismo una suerte de catarsis. Mas, está establecido que el sacramento de la penitencia no se satisface con el solo propósito de la enmienda y ni siquiera con el contrito dolor de corazón. Pienso yo que ni siquiera basta con la propia confesión, ni tampoco con el recto cumplimiento de la sanción impuesta por el bondadoso facultativo… Digo esto, porque hay pequeños pecadillos en la vida que no se redimen ni con el mencionado sacramento; y uno se ve cargando una y otra vez con su recuerdo, por eso no consigue esconderlos nunca bajo la pesada alfombra del olvido!

Y eso es lo que me pasa a mis años, cada vez que advierto que el cabello me ha crecido. Porque no consigo quitarme de la memoria un travieso subterfugio que solía utilizar de niño cuando venía desde Riobamba uno de mis tíos preferidos. Tengo la sospecha de que a él no le hacía sentirse cómodo aquello de encontrar a sus sobrinos con el pelo descuidado o muy crecido. Entonces, buscando entre su cartera un billete de cinco sucres, nos lo entregaba pidiéndonos que vayamos a visitar al barbero. Así fue como aprendí, con solo acomodarme el cabello sobre el lomo de las orejas, que podía lograr que aquel dinero se mudase de bolsillo…

A una edad en que ya no necesito reservar el importe de la peluquería para dedicarlo a la adquisición de golosinas, me resulta inevitable recordar esos pasados episodios, justo cuando el barbero me cubre con el mantón y me invita a colocarme quieto y tranquilo en su mullido asiento. Es cuando me veo en el espejo y recuerdo mi bribonada y bellaquería... Sonrío recordando todas esas veces que “no” fui ni a la peluquería ni siquiera a leer revistas… Es que, además, no me gustaba acudir a ese lugar, no solo porque quería dedicar ese monto a mis inquietudes y a otras “concupiscencias”, sino simplemente porque no me gustaba ir allá, porque no me hacía ninguna gracia que me cortasen el cabello!

Para nadie es ya un secreto que aquello de no poseer el cabello dócil sea una de mis principales características; por ello, el tener el pelo muy corto solo consigue exacerbar su insubordinación y rebeldía. Hubo muchas ocasiones, sobre todo cuando fui pequeño, cuando, por no dar anticipadas instrucciones al peluquero, descubría que ya se le había ido la mano -y también las tijeras- cuando ya nada había que hacer, ni había cómo remediarlo, solo por culpa de ese prurito mío de devorarme las revistas. Así fue como descubrí que mis cuitas aminoraban cuando me dejaba crecer el cabello, hasta que apareció una sustancia portentosa que regalaba docilidad sin imponer el horroroso lustre que otorgaba la brillantina.

Pero… pasados los años, ni siquiera el gel pudo venir en mi perentorio auxilio! Fui contratado por una empresa de aviación donde el corte riguroso del cabello era una regla protocolaria indiscutida. El “corte varonil” se había constituido en parte de una imagen de carácter militar que los pilotos debíamos respetar cuando vestíamos el uniforme de la aerolínea. Fue cuando mi subterfugio se metamorfoseó, o por lo menos se trastocó: ahora tenía que acomodarme y ocultar parte del cabello detrás del puente de las orejas!

No fue suficiente, sin embargo! Tuve que irme acostumbrando al nuevo estilo; y, en vista de que mi cabello nunca se quiso someter, ni quiso declararme tregua, tuve que yo mismo resignarme y reemplazar, con una cierta cuota de docilidad, mi retobada rebeldía.

Sería mucho más tarde que me habría de enterar que esto de cortarse el cabello con “estilo militar” obedeció a la necesidad, proveniente de las actividades de la milicia, de no dejarse el pelo largo para que los enemigos no agarrasen a los combatientes de sus luengas cabelleras... Inclusive he descubierto, leyendo las Vidas Paralelas de Plutarco, que Alejandro de Macedonia había dispuesto a sus generales que sus tropas se rasuraran también las quijadas, para conseguir que sus ocasionales enemigos no les agarrasen de las barbas desprotegidas!

Quizá sería por eso es que, cuando fui niño, Sansón fue uno de mis personajes favoritos. Que, con solo dejarse crecer el cabello, echó un templo abajo y eliminó al triple de enemigos que los que había aniquilado con la mandíbula de un borrico. Dicen que tenía una fuerza hercúlea y que mató a un león con sus propias manos. Y, todo, porque se gastaba la plata en ir a jugar billar, en comprarse disparates y en montar en motocicletas de alquiler; en lugar de someterse e ir a la peluquería…

Su debilidad estuvo en probar un estilo muy corto. Y, claro, y por sobre todo… en contárselo a Dalila!

Jeddah,  12 de septiembre de 2012
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