22 septiembre 2012

Las paredes que callaron

El tiempo suele estragar con el viento pertinaz del olvido. Por eso, mi primera casa no es otra que la primera que recuerdo. Mis hermanos mayores dicen que antes hubo por lo menos una -si no dos-, que yo ya habría archivado en forma irrebatible en los desvanes del olvido. Por eso, el recuerdo más lejano que aún albergo es el del dormitorio principal en la primera casa de la calle Caldas. Mi memoria me susurra que esa imagen, que todavía creo que conservo, debe estar relacionada con uno de esos cambios de casa a los que estuvo obligada una familia numerosa que trataba de adaptarse a una improvisada situación…

Yo era, a la sazón, el menor de seis hermanos, aunque el primogénito de mi madre. Papá había sido un joven viudo, padre de cinco hijos que se había desposado con mamá en segundas nupcias. Debe haber sido aquel, uno de esos frecuentes cambios de domicilio que habría dado pábulo a mi más primigenio recuerdo. Hay por ahí un somier tumbado por el piso, a modo de cama sin cubrir; existen otros muebles y unas prendas de vestir ubicadas por doquier, sin orden ni concierto. Por algún motivo, que no alcanzo a comprender, algo de todo ese cuadro difuminado e impreciso me dice que las tareas se suspendieron porque alguien se lastimó en aquel trasteo o tuvo algún accidental contratiempo.

Luego habría de venir la casa de la calle Ríos; era una casa pequeña de una sola planta a la que se accedía mediante una escalera guarnecida, cual si se tratase de un segundo piso. Era una villa techada, rodeada de un patio revestido por una capa de cemento. Ahí debo de haber efectuado mis primeros intentos como novel conductor, al mando de un carrito de bomberos que habría de acicatear la inconformidad, si no la envidia, de mis primos y vecinos. Existen por ahí, todavía, unas viejas fotografías que conservan para la posteridad mi ya porfiado engreimiento…

De la siguiente casa, un departamento alto en un ajardinado pasaje en la cuesta que sube hacia El Dorado, me quedan solo frágiles y exiguos recuerdos. En su parte trasera, se avecinada el que sería mi primer jardín de infantes. De esa casa, queda todavía un antiguo retrato familiar en el que ya constamos los primeros ocho hermanos. De ella solo tengo tres recuerdos, aunque bastante concisos. El primero es el de una noche de viernes que uno de mis hermanos realizó una de sus primeras travesuras y tomó sin autorización el vehículo de mi padre. Los demás esperábamos su regreso con ansiedad, mientras una conocida emisora exhibía en la calzada una película de James Dean con un proyector improvisado.

Las otras dos memorias contienen también la reacción irascible de mi padre: una constituye respuesta al ataque de un mal cuidado pastor alemán que había atacado sin piedad a otro de mis hermanos. No puedo olvidar ni la herida abierta en la carne de su hombro lastimado, ni el reclamo incontrolado de papá increpando al agrio, aunque aturdido y acobardado oficial, propietario de aquel mastín, el objeto de su enojado reclamo. La otra memoria inscribe la impronta de un payaso que a más de haberme asustado, me había lastimado con su duro y artesanal chorizo, una tarde de ímpetu carnavalesco y mofa desordenada.

De allí habríamos de ir a la calle Manuel Larrea, a la vuelta de “la Arenas”, una panadería cercana al cine Alameda y vecina al colegio Mejía. Quedaba esa casa, que estuvo signada por el aroma irremplazable de las hogazas frescas, a corta distancia del lugar donde vivía mi abuela; tenía un pequeño patio interior que estaba protegido por unas mamparas de vidrio. Ahí tendría ya mi propio dormitorio, aunque debía compartir mis espacios con las canastas de mimbre ocupadas por los retazos y cortes de género de las obras encargadas al oficio que ejercía mi madre. Allí habría de cumplir también con mi primer encargo, el de asistente en una tarea de carpintería emprendida por mi padre: habríamos de transformar en mesa de comedor, un tambor de cartón duro al que habíamos añadido un tablero circular, para luego pintarlo de un color de tono lánguido.

Tengo, de esa morada, recuerdos encontrados, tanto en los espacios que avivan mi memoria como en los espoleados sentimientos. Me recuerdo a mí mismo, imitando muchas tardes el quehacer de los cantantes, utilizando la ayuda de una vieja escoba, a manera de guitarra. O, recostado en la cama de mi madre, haciéndole compañía en su postrer y aciago embarazo. A esa casa nunca más habríamos de volver, luego de que a ella se la llevarían a una casa de salud, tratando de salvar su interrumpida maternidad, cuando ya había sido demasiado tarde… De la memoria de esa última casa, he de concluir que en la vida hay lugares para recordar, pero que hay otros que es mejor aislarlos en el sótano del olvido.

Esas fueron las moradas que antecedieron a mi inconforme orfandad. A veces paso frente a sus paredes mortecinas y sus portones descuidados; y no deja de invadirme el sentimiento de que solo están habitadas por inquilinos transeúntes, a la espera de que un día vuelva a tomar posesión de sus callados espacios… Como si la vida fuera nada más que un impenitente carrusel, al que, luego del paso del tiempo, se vuelve más tarde a concluir algo que se había dejado inacabado…

Quito, septiembre 21 de 2012
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