29 septiembre 2012

Sin ruiseñores ni vendavales

Los navegantes contemporáneos -el lector me favorecerá con su magnanimidad si así llamo a los modernos aviadores- al igual que lo hacían siglos atrás sus predecesores, han perseverado en la costumbre de mantener un libro de a bordo, llamado también cuaderno de bitácora. Lo hacen, sin embargo, sin la intención de conservar sus datos como testimonio para la posteridad, o con el objeto de demostrar algo; lo hacen simplemente para dar cuenta de lo que ha sucedido en sus viajes; vale decir: para hacer auditoría de cierta información relativa a sus diferentes periplos. Allí registran los detalles de tales viajes: el número de vuelo y la matrícula de la aeronave; los puntos de salida y de destino; el tiempo de vuelo y las horas de despegue y de aterrizaje; la nómina de los tripulantes; las características de la operación y las irregularidades encontradas en su aparato.

Hace algo más de quinientos años, uno de esos registros de viaje habría de dar cuenta de una hazaña inédita y memorable; en él se relatarían los principales acontecimientos de un viaje que habría de influir como ningún otro en nuestro concepto del mundo y que habría de afectar la historia misma de la humanidad. Es la descripción de una travesía que no superó los dos meses en total y cuyo tramo final, que habría de entregarnos el conocimiento de un nuevo mundo, no habría de durar sino alrededor de treinta y cinco días. Su principal protagonista era un hombre visionario y empecinado en probar sus presunciones; él mismo, un marino extraordinario; un hombre oscuro y enigmático, sin embargo; que estaba persuadido de la misión especial que le tenía reservado el destino.

Cuando se lee su cuaderno de bitácora, impresionan sus conocimientos marinos. Cabe destacar que aunque sus cálculos del tamaño de la superficie terrestre estuvieron equivocados, sus conocimientos de navegación, su familiaridad con el comportamiento de los vientos y las derivas, hacen admirar aun hoy cómo pudo haber estimado con tanta precisión el trayecto y la longitud de su formidable travesía. Sorprende más el hecho de que se haya embarcado en su temeraria empresa en una temporada caracterizada justamente por la presencia de fieros y temibles huracanes. Pero esas son las bondades con que premia la casualidad a sus elegidos. Colón nunca tuvo que enfrentar vientos desfavorables y jamás tuvo que lidiar con inquietos vendavales, ni se le cruzó un ruiseñor en su camino…

Para 1492, el año del descubrimiento, el mundo educado estaba ya persuadido que la tierra era redonda: los griegos ya lo habían proclamado casi veinte siglos antes. Eratóstenes había llegado a calcular con relativa precisión la dimensión de la tierra; aunque quinientos años después Tolomeo había calculado ese tamaño como si fuera inferior en una cuarta parte. Colón, lastimosamente, se había basado en ese cálculo equivocado y, además, en un cierto mapa que pudo haber estado adulterado. Es bueno recordar que desde principios del siglo quince los portugueses ya exhibían cartas en las que ya se dibujaban islas en el Atlántico occidental, inclusive una a la que se daba el nombre de Antilia…

Varios documentos sugieren que el almirante ya conocía de la existencia de otras tierras “al otro lado del océano” antes de emprender su travesía. Se insinúa que mientras había residido en la isla de Madeira, habría recibido información de boca de un moribundo: el único sobreviviente de un trágico naufragio. Colón habría conservado esa información con enorme celo y habría tratado de apuntalar su proposición con una mezcla de teorías y especulaciones que le apoyaban y otorgaban sustento. De otro modo sería difícil comprender la naturaleza de su empeño, así como la de su necia como obsesiva figuración.

No está completamente claro en qué basaba Colón sus convencimientos. Ni siquiera se ha definido cuál mismo era su origen. Se especula que pudiese no haber sido genovés, pues favorecía el uso del castellano en sus notas marginales. Sus biógrafos comentan que se expresaba en este último idioma con un acento extraño y que trataba de mantener su identidad en medio del hermetismo. No se descarta que, aunque siempre se presentó como un cristiano ferviente, pudo muy bien haber sido judío converso, o quizá hijo de conversos.

Dicen que el almirante era de elegante y altiva apostura, talvez rubio en su juventud y de cabello lacio; de rostro ovalado, ojos claros y persuasivos, pómulos pronunciados y nariz aguileña. No se conoce con exactitud el año probable de su nacimiento; se estima que habría nacido en 1451. Yo me animo a propiciar una conjetura: era escorpión, y pudo haber nacido en la madrugada de un primero de noviembre. Se me había adelantado exactamente con cinco siglos!

Quito, septiembre 29 de 2012

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