09 noviembre 2012

A los cien, a los cien!

En ocasiones recuerdo con nostalgia al único colegio donde yo estudié. Fue el mismo donde mi madre quiso que fuera a educarme. Quiso también la fortuna que ahí, en sus acogedoras e inolvidables aulas, transcurriesen los doce años que duró toda mi vida de estudiante. Sus paredes, su estructura física, siguen todavía incólumes aunque, a ese centro de formación que ahora ahí funciona -en la calle Caldas-, ya le hayan cambiado de nombre. Cuando rememoro los episodios y las incidencias que viví allí, un sentimiento que no está exento de desconsuelo me hace lamentar que “el colegio” -como con familiaridad lo llamábamos- no supo mantener ni el prestigio ni la exclusividad intelectual y cultural que formaron parte de su sello, de su tradición, de lo que fue su compromiso formidable.

Me pregunto: ¿qué fue lo que generó tan inesperada y rápida declinación?, ¿qué lo que produjo tan dramático deterioro? Y lo único que yo mismo puedo insinuar es que todo aquello sucedió, a su vez, como consecuencia del desgaste, la mengua y el quebranto del nivel de preparación de los principales directivos de ese querido centro de enseñanza. Solo así puedo intentar un diagnóstico del súbito menoscabo que sufrieron tanto el prestigio como la reputación que La Salle había tenido por su participación en la formación de importantes generaciones.

Si en algo se destacó el colegio fue, además, en las competencias intercolegiales con carácter deportivo. Y entre esas disciplinas, ninguna nos debe haber proporcionado más satisfacción, a directivos y alumnos en general, que los exitosos resultados que de manera consecutiva obtenían aquellas, nuestras destacadas selecciones en los campeonatos de baloncesto. No dejaba de ser frecuente, en esos años, el tener que acompañar al coliseo a los conjuntos que representaban con orgullo a nuestro establecimiento, a aquellas tan destacadas delegaciones; solo para ser testigos, una vez más, de los abultados triunfos con que daban cuenta, encuentro tras encuentro, de sus esforzados rivales.

Ahí, en medio de aquel vocerío, al socaire de la bravura de esa barra que estimulaba con pasión y atrevimiento, no era infrecuente que las cifras de los puntos conseguidos, en las canastas del equipo contendor, llegasen a guarismos exagerados. La parroquia entonces se insuflaba de brío y renovada energía; y con un estribillo irreverente, la barra incordiaba a quienes apoyaban a los equipos antagónicos y así, y en forma enfervorizada, repetía: “¡A los cien, a los cien!”

Intuyo que un cierto toque de aquel impulso lúdico y avaricioso me ha quedado de rezago, como cuando en ocasiones acudo al gimnasio y trato de cumplir algún determinado objetivo; entonces un recóndito ánimo me impulsa con su aliento, y me impele hacia nuevas metas, cada vez más altas, cada vez de mayor esfuerzo…

Me pregunto, de otra parte, si esa ilusión que todavía siento al registrar en mi bitácora mis últimas y más frescas horas de vuelo; al transcribir con la mejor caligrafía y con el más cuidadoso escrúpulo esos mudos guarismos que reflejan mi actividad -y mi todavía modesta experiencia-, no tendrán que ver, a la hora de sumar, hacer auditoría y completar tales cómputos, con ese mismo espíritu del que nos contagiábamos en el viejo coliseo, con ese mismo aliento novelero que nos impulsaba con su entrañable arresto…

Y resuelvo que sí, que ese pequeño librito es como la preciada caja de caudales que encierra el testimonio de nuestros logros y frustraciones; el de nuestros itinerantes periplos y el de nuestros no siempre recompensados esfuerzos… Y que, a pesar de ello… ahí seguimos, porque sabemos que, desde el graderío, la parroquia todavía nos impulsa con su aliento y que una voz misteriosa nos sigue empujando desde muy adentro. Es una voz callada que va diciendo: “¡A los cien, a los cien!”…

Jeddah, 9 de noviembre de 2012
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