06 noviembre 2012

Algo pasa la víspera de finados

Con un título un tanto parecido -“Algo sucede los primeros de noviembre”-, mi buen amigo y compañero de generación, el Pajarito Febres Cordero, encabezonó alguna vez una crónica en la que se refería a mi perfil personal y comentaba acerca de mi actividad como piloto profesional. Esto sucedió luego de una corta entrevista que él me hiciera hace ya veinticinco años. Le había parecido una sorprendente coincidencia que en dicha fecha, no solo celebre mi onomástico; sino además, mi aniversario de matrimonio, el estreno de lo que fue mi primera casa y mi ingreso a la difunta Ecuatoriana de Aviación. Todo en un mismo día!

Decía uno de mis hermanos que las navidades le traían recuerdos tristes; creo que yo podría decir lo mismo con respecto a la celebración de mi cumpleaños. Y es que este acaece el primer día de un feriado que dura tres; celebración que es conocida en los pueblos de herencia hispánica como “finados”. En Ecuador este feriado se complementa, en su último día, con la celebración de la fundación de Cuenca. Pero sucede, además, que esa misma fecha, el primero de noviembre, está designada como día de Todos los Santos, o de “Todos Santos”; lo que quiere decir, en cierto modo, que no me pertenece una celebración exclusiva (pues es, en realidad, fiesta de “todos los demás”).

Finados resultó, por otra parte, un feriado aciago en los días de mi niñez. Mi madre había acudido a casa de mi abuela a colaborar en la elaboración de las tradicionales “guaguas” de pan. Ella se encontraba, en esos mismos días, dando cumplimiento a las semanas finales de uno más de sus embarazos. Pudiera ser que se habría acercado demasiado al horno y dejado que su estado se viera afectado por la temperatura. Pocos días después empezaría a sentirse cada vez más mal y habría sido ya muy tarde cuando, en la intención de que salvara su gestación, fue llevada con urgencia a la maternidad. Algo insólito y trágico habría de sucederle mientras le atendían… Y desde aquel triste día, la sola mención del mes de noviembre evocaba en mí algo fatídico y siniestro, algo ominoso y trágico.

Hay niños que nunca fueron a un cementerio durante sus años infantiles. Yo me alegro por ello, porque -en un mundo ideal- así mismo debería ser. Pero existen niños a quienes les acompañó la desgracia desde cuando fueron pequeños y debieron efectuar frecuentes visitas a esos lúgubres camposantos donde habían llevado a enterrar a sus padres… Ese fue justamente mi caso; y por ello, durante mis primeros años de orfandad, debí acompañar a mi desconsolada abuela, al recoleto cementerio de San Diego, para allí, con religiosa puntualidad, mantener siempre frescas las flores que semanalmente llevábamos a mi madre.

Fue en noviembre también que quince años más tarde y por esas lamentables coincidencias con que a veces nos sorprende la fortuna -la mala fortuna, esto es-, me llamaron un sábado por la tarde para darme la dolorosa noticia de la muerte de mi padre. Por todo ello, noviembre fue siempre para mí un mes para olvidar, un mes para tratar de que el tiempo pasase raudo y abreviado. Noviembre se convirtió así en un mes de aires agoreros, sin celebraciones ni razones para la alegría; un mes para ofrecer reverencia a mis propios muertos, un mes sombrío que parecía invitar a sentirse apesadumbrado…

Nada tan triste, sin embargo, como la antigua costumbre que antes tuvimos de vestir duelo por todo un año consecutivo. Más triste, cuando a ese régimen se nos sometía a quienes todavía éramos niños pequeños. Recuerdo que siendo muy tierno todavía, tuve que vestir de luto, al igual que mis demás hermanos. Ese fue un luto estricto, magra costumbre que la debimos sobrellevar por casi todo un año. Pero si aquello se habría de convertir en un triste e incomprensible recuerdo, nada me pareció más inapropiado, en esos tiempos de escuela, que el conformar aquellas contradictorias comisiones de condolencia que tuvimos que integrar cada vez que fallecía uno de los padres de nuestros propios compañeros.

Solo en los años de primaria tuve que conformar una media docena de aquellas infames comisiones. Debe haber sido solo un capricho del destino; pero, si por algo se destacó mi promoción, fue precisamente por esa inusitada cantidad de huérfanos que tuvimos en nuestra clase. A fe mía que en ello nos destacábamos con un récord lamentable. Muchas veces, tales gestiones para acompañar a nuestros condiscípulos, las efectuábamos a horas inadecuadas y tardías. En medio de esos dramas, comprobábamos con sorpresa cómo estas ocasiones para la congoja se transformaban en sesiones destinadas a contar chistes absurdos, mientras la parentela tomaba el canelazo de rigor y “ayudaba a pasar la noche”…

La orfandad es algo brutal y paradójico. Lo que nunca pude comprender es porqué, si orfandad es una voz que viene de huérfano, ha de ser una palabra que tenemos que escribirla -a su vez- huérfana de hache… Mi querido hermano Adrián solía repetir aquello de que “nadie muere la víspera”; esa era una de sus frases preferidas. Yo me he ido convenciendo que no necesariamente es así; pues estoy persuadido que, no importa cuándo la muerte nos llegue o cómo nos sorprenda, casi siempre nos morimos la víspera, ya que ella nos llega por lo general cuando no estábamos preparados, cuando menos lo esperábamos…

Fez - Marruecos, noviembre 5 de 2012
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