29 noviembre 2012

La cordillera invisible

Siempre es bueno -y muchas veces enormemente grato- volver a aquellos lugares a los que se recuerda con afecto. Entre ellos están los que se identifican por la actitud amigable o la riqueza afectiva de su gente; o están aquellos que representan un hito en nuestra historia personal; pero están también los que nos maravillan por su estructura y tienen el don de acicatear y renovar nuestra capacidad de asombro…

Este último es el caso de esa urbe sorprendente que para los ojos y el espíritu, resulta Hong Kong; constituida en el centro urbano de Asia que probablemente cause más admiración a quienes tenemos como referente solo lo que hemos estado en capacidad de observar en Occidente. No hay nada en el mundo que propicie más nuestra modestia que aquellos lugares que se caracterizan por sus construcciones monumentales. Cuando uno observa desde abajo lo que ha realizado el hombre con esas estructuras portentosas, no hace sino maravillarse frente a los logros de ese esfuerzo comunitario al que llamamos civilización.

Ello constituye una sensación contradictoria y paradojal: la de sentirse grande, por un lado, por ser parte del proceso en el que desde siempre se ha embarcado la humanidad; y diminuto, al mismo tiempo, por la desproporción entre nuestra dimensión y la comprobación del tamaño colosal de lo que ha sabido construir y alcanzar el hombre…

Se dice que observada desde el espacio y durante la noche, la región que bordea al delta del río Perla (Cantón, Shenzhen, Macao y Hong Kong entre las principales ciudades) representa el área de más amplia y sorprendente luminosidad que pueda exhibir nuestro planeta. Al fin de cuentas, allí vive una población que ya bordea el medio centenar de millones de personas.

Llegué por primera vez a Hong Kong hace casi veinte años. Lo hice utilizando el viejo aeropuerto de Kai Tak, una especie de portaviones ubicado en la bahía de Victoria, junto a Kowloon, mientras trabajaba como comandante para la Korean Air. Si algo llamaba la atención entonces, era la tardía autorización para empezar el rápido descenso que había que efectuar en un sector de espacios restringidos (Hong Kong era entonces un enclave británico). Además, el sistema de aterrizaje no estaba enfrentado con la pista, sino con una suerte de tablero de ajedrez que se había dibujado en uno de los cerros ubicado hacia el norte. Una vez que se tenía esa referencia a la vista y se cumplía con una altura específica, se iniciaba una maniobra continua que concluía prácticamente sobre el umbral mismo de la pista…

Sin embargo, para el primerizo, la experiencia más fascinante, la que le quedaba en la retina, no era la de aquel último y dificultoso viraje. La sensación que habría de convertirse en inolvidable se experimentaba cuando, ya desacelerando en la pista de aterrizaje, asomaba todo el luminoso paisaje del perfil de los edificios de la ciudad al otro lado de la bahía… Daba la extraña impresión de haber colocado el avión en una gran avenida, en medio de ese enjambre de edificios donde las luces publicitarias de neón habían conseguido un efecto travieso y formidable!

Hoy, algunos años después, he vuelto al nuevo aeropuerto de Chek Lap Kok, ubicado junto a la isla de Lantau, y construido en tierra reclamada. Para mi sorpresa, y a pesar de haber pasado Hong Kong al control chino, el descenso vertiginoso persiste; y debo realizar un descenso brusco y escarpado, apurado por vientos contradictorios e inestables, y por esos recortes de la ruta planificada que, a manera de tratamiento obsequioso, quiere ocasionalmente ofrecernos en la madrugada el control de radar… Es como desprenderse de golpe desde el borde mismo de un desfiladero espeluznante -pienso yo-. Como si se tratase de una cordillera invisible y como si habría que bajar a la base de un profundo valle desde el filo mismo de un sorpresivo y escalofriante farallón…

Hong Kong, 28 de noviembre de 2012
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