03 agosto 2013

¿Hay alguien ahí?

Parece un enorme jabalí herido. Por lo menos así es como aparece en el mapa esa gigantesca nación que es Rusia. Inmensa, incluso luego de la desmembración que produjo la disolución de la Unión Soviética. Es claro que en las cartas geográficas aparece aventajada en su tamaño (es una distorsión de la escala Mercator); pero, incluso así, no ha dejado de constituir el país más grande que hay en la tierra.

De tarde en tarde reviso las visitas que se hacen a este blog. Existe, entre las diferentes herramientas de edición, una que refleja un mapa político que incluye a todos los países del planeta. Estos adquieren un tono más intenso de verde, de acuerdo a las entradas que detecta el sistema. Su membrete dice “Público”. Nunca ha dejado de sorprenderme que no siempre son países de habla hispana donde me honran con sus lecturas. Para mi sorpresa, es ese enorme jabalí el que se destaca por su continua y perseverante presencia.

Sin embargo, nunca suelen dejarme comentarios esos lectores. He empezado a elucubrar que no lo hacen porque quizá no es el castellano su lengua materna. Esto me produce una cierta curiosidad: ¿quién puede estar interesado en leerme, en esas lejanías y con tan inusitada frecuencia? No quisiera pecar de candidez, pero intuyo que se trata, con probabilidad, de un grupo de lectores que se encuentran estudiando nuestro idioma y que han optado por utilizar el blog en forma aleatoria, para su uso y ocasional referencia… En todo caso, la sensación que experimento es la de quien entra en una habitación oscura y al creer que ha detectado un tenue y callado movimiento, opta por preguntar: ¿hay alguien ahí?

Mas, nadie se mueve, ni tampoco contesta!

Rusia es uno de los pocos países que no he tenido oportunidad de conocer todavía. En los tiempos en que estuve basado en Shanghai realicé repetidos y frecuentes vuelos a Europa; en la mayoría de ellos, se sobrevolaba Rusia por largas horas, desde que dejábamos Mongolia y volábamos sobre al lago Baykal, hasta que cruzábamos sobre el Báltico en el nororiente de Europa. Se podía ver hacia meridión y desde el avión, a la hora de la penumbra, el resplandor inquieto de las luces moscovitas. Dejábamos Rusia luego de volar sobre San Petesburgo, esa ciudad que inclusive desde el cielo parece monumental. Aquel sobrevuelo era parte de la ruta y se había convertido en nuestra puerta de salida inalterable.

Sin embargo, si digo que nunca he estado en Rusia pecaría de inexactitud (las verdades, como dice Eduardo Mendoza, son siempre “casi verdades”). Sólo una vez, en un vuelo que realicé como pasajero en Singapore Airlines, entre Singapur y Houston, tuve la oportunidad de merodear, por alrededor de una hora, en la sala de tránsito del aeropuerto Sheremetyevo de la capital rusa. Pero, como ya ha comentado anteriormente, esas escalas abreviadas -igual que tales sobrevuelos- nunca cuentan a la hora de considerar todos esos episodios como sustento de nuestros reclamos, aquellos de que ya “hemos estado” en un país determinado. No solo que los terminales aéreos se han convertido en fríos centros comerciales carentes de personalidad, sino que no permiten -en tan corto tiempo- tener una percepción o un barrunto, por lo menos tangencial, del alma que tiene un pueblo.

No sé si algún día se me vuelva a presentar la oportunidad de ir a visitar Rusia. Por ahora, me llena de satisfacción el que uno de mis hijos tuvo el privilegio de conocer ese enigmático y sugerente país en días pasados. Y me llena de humilde complacencia saber que he ganado unos amigos silenciosos que me distinguen allí con sus visitas recurrentes y con sus lecturas asiduas.

Jeddah, 3 de agosto de 2013
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