13 agosto 2013

La singladura irrevocable

Ha muerto luego de una larga agonía mi querido tío Cleofé. Hubo quienes creían que su apelativo era realmente su nombre intermedio. Cleofé Benigno Ramón Pacheco era su nombre completo. Fue un conocido abogado de Pasaje y además un entusiasta agricultor; aunque, su única -su verdadera- profesión fue la más noble y egregia de todas: la del sencillo oficio de ser nada más que un hombre bueno. Pequeño de estatura, de frente bruñida y aventajada, solía hacer de su lengua un artilugio sonoro. Así lo recuerdo, haciendo chasquear sus dientes con un rumor insistente y travieso.

Cleofé fue ese mismo hombre a quien, siendo yo todavía un niño, fui a buscar en su pueblo una oscura y lóbrega madrugada. Lo encontré sentado a la mesa de un portal de la plaza principal, mientras escanciaba unas cervezas, ajeno a que en esas mismas horas batallaba contra los dolores y los espasmos de una anticipada labor de parto esa beldad sencilla, dulce y maravillosa: mi querida tía Cachito.

Siempre lo conocí como un hombre al que nunca vi enojado y eso debo haber escrito cuando hace un par de años hice una semblanza de su porte, al recordar sus escarceos con la guitarra (“El sabor del huachinango”. Itinerario Náutico, abril de 2011). Eran esos mis primeros años de orfandad, cuando yo era todavía un muchacho melancólico y cenceño. Siempre me dejó sentir su predilección; y también esa su inolvidable y bondadosa simpatía. Sabiéndolo enfermo y en el ya irremisible lecho del dolor, quise visitarlo hace un año, pero enfrentaba -otra vez- una más de sus delicadas crisis y sus solícitas hijas no me dejaron verlo.

Tuvo una injusta, prolongada y tormentosa enfermedad; pero, así mismo es la muerte, que a menudo nos sorprende con su crueldad, con la variedad de sus estratagemas, con sus vacuas y engañosas promesas. Supe, esa misma tarde, que nunca más lo iba a volver a ver. Ese era ya el crepúsculo de sus afanes, porque así de estériles e infecundos suelen ser a veces los afanes de los hombres buenos.

Lo recuerdo desde cuando Cleofé era un joven esposo, al que la vida no le quería regalar todavía el hijo varón que habría de venir con el más postrero de sus esfuerzos. Fueron, esos mismos, los años que yo habría de comprender que nada hay más triste que ser huérfano, con la sola salvedad de tener que volver a serlo... Entonces, yo había ido a vivir en la casa de la familia de mi madre, donde no se veía con buenos ojos que yo expresara el amor filial que sentía por papá, quizá porque había provocado unos incomprensibles y sutiles resentimientos. Así, habría yo de comprobar esa fuerza obstinada e irracional que suelen tener los desafectos…

Pero Cleofé recordaba a papá con una simpatía inalterable; más de una vez me dejó saber el afecto que conservaba por aquel hombre que gustaba entretener con el paroxismo de sus declamaciones, con sus insinuaciones picarescas y que, siendo yo todavía un niño, se ponía de rodillas en el piso, imitaba a un perrito y me dejaba montarlo a horcajadas, mientras en mis oídos todavía retumbaba esa voz enfervorizada que repetía aquellos poemas de Lorca o de Nervo; y, sobre todo, la triste poesía de Ramos Carrión: aquella de “El seminarista de los ojos negros”.

Por eso, cuando recuerde a papá, voy a recordar la dulce mirada del tío Cleofé. Voy a recordar mis lejanas y alejadas visitas a Pasaje y los viajes que hicimos, aquellos que Cleofé me pidió que le acompañe a aquella finca que tenía en La Fortuna. No voy a olvidar cuando me regalaba para un refresco y me pedía que fuese, a la hora de salida, a esa escuelita donde estudiaban mis primas, sus adoradas hijas, para escoltarlas en su regreso a casa. Había ahí un canal de aguas turbias donde revoloteaban los tábanos y las libélulas, mientras incordiaba el empecinado calor de la canícula. Así recuerdo al pueblo de Cleofé, entre ese calor pringoso y el olor dulzón que tiene el cacao. Cuando le recuerde, su memoria será propiciatoria de mi homenaje y también del más reverente y agradecido de mis estragados recuerdos.

Jeddah, 13 de agosto de 2013
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