01 agosto 2013

Felicidad, felicidad

“Felicidad, felicidad, yo la perdí un año atrás
Felicidad, felicidad, ya nadie más te encontrará
Felicidad, felicidad, mi mariposa que te vas
Felicidad, felicidad, en primavera volverá”.

Los Iracundos, “Felicidad, felicidad”.

Para el tiempo en que anduve tarareando esa canción, que la interpretaba el desaparecido -e irremplazable- Eduardo Franco, yo ya debo haber empezado a preguntarme qué mismo era la felicidad; es más, creo que desde esos años ya me preguntaba si ella, la felicidad, realmente existía. Pronto debo haber advertido que “esa” felicidad, aquella en la que parecía creer todo el mundo, ese sentido un tanto utópico con que muchos suelen interpretarla, era solo una figuración irreal; y que, muy probablemente, aquello que los otros (algunos) llamaban felicidad, no era nada más que unos ocasionales y transitorios momentos de dicha.

No fui, por lo mismo, uno de los más fervientes creyentes de la felicidad. Siempre me dio la impresión que jamás podía tener carácter absoluto algo que estaba signado por la relatividad y el subjetivismo. La dicha permanente no existía; la felicidad era, por lo tanto, un valor subjetivo y, en el mejor de los casos, relativo.

Por ello que hoy, que hojeaba una edición no muy fresca de la revista TIME, algo en un par de sus artículos captó mi atención e interés; se hacía referencia a un tema que, en los tiempos en que tarareaba la canción de marras, creía que era motivo de conversación para la edad que atravesaba en esos días; y quizá entonces no imaginé que ese era un tema que habría de volver en muchas de las discusiones en las que más tarde participaría. Hallé, desde entonces, una como recurrente obsesión; la gente siempre quería hablar de eso que perseguía: la etérea y elusiva felicidad.

Cuando a veces digo que “no creo en la felicidad” no estoy diciendo que no sea feliz (me faltaría valor para negarlo); empero, mucho me preocupa la callada persuasión que muchos sienten de que su vida no vale la pena de vivirse, el convencimiento que tienen de no ser felices. No de otra manera se entiende que uno de cada cinco personas sufra de desórdenes anímicos en algún momento de su vida; y que uno de cada tres llegue a enfrentarse a desórdenes de ansiedad. Así se entiende que aquello de la “búsqueda de la felicidad” -que proclama la misma constitución americana- no sólo se haya convertido en un negocio millonario de los embaucadores comerciales, sino que se ha probado como la muletilla que no puede estar ausente en las ofertas de tinte político.

Siempre estuve persuadido que la felicidad era más bien el resultado de un estado de comparación, entre lo que somos (o tenemos) y lo que queremos ser (o tener). Por ello que he encontrado que los pueblos asiáticos, que basan su vida en las filosofías orientales, tienden -por lo general- a ser más felices, porque no tienen un elevado grado de expectativa y se conformaban con menos. He podido percibir que los orientales tienden a hurgar menos en el pasado y a preocuparse un poco menos de algo que es contingente: el futuro. Me ha dado la impresión que ese afán de disfrutar el presente les entrega un mejor sentido de realización.

Hay factores que nos crean un espejismo de lo que debe ser la dicha. A menudo confundimos el éxito o la riqueza con la plenitud que sugiere la felicidad. Me ha encantado recordar la frase de Bertrand Russell, aquella de que “los mendigos no envidian a los millonarios, a los que realmente envidian es a otros mendigos que logran un mayor éxito”… Es muy decidor que mucho de lo que creemos que a nosotros “nos hace felices”, no nos preocuparía obtenerlo si nadie más llegaría a enterarse o si no pudiéramos contar a otros que ya lo hemos obtenido…

Quizá suceda como con aquella canción; que nos invitaba a dejarnos llevar por su ritmo, aunque la letra parecía insinuar que algo ya se había perdido y que ya nadie más lo iba a encontrar…

Miami, primero de agosto de 2013
Share/Bookmark

No hay comentarios.:

Publicar un comentario