30 julio 2013

De polvos y cenizas

Estamos a las puertas de agosto, mes de vientos y de ventarrones. Y este agosto, en particular, se anuncia a sí mismo como un mes de verano que va a dar mucho que hablar. Y la razón es obvia: la ubicación geográfica del nuevo aeropuerto de Tababela promete características adversas para el vuelo de los aviones, que van a propiciar muchos comentarios y cuestionamientos. En este sentido, bien puede decirse que el fenómeno que vamos a experimentar va a ser inédito.

Ya habíamos advertido con anterioridad que debido al requiebre del terreno en el área de Guayllabamba, ubicada a su vez en la zona norte del nuevo aeropuerto, los vientos encontrados y la turbulencia iban a crear serios inconvenientes para la operación de las aeronaves. Este fenómeno se complica en esa zona porque es justamente ahí donde deben maniobrar las aeronaves en el acercamiento previo a su inminente aterrizaje. Este era un factor menos influyente cuando se operaba hacia el viejo aeropuerto capitalino, por una razón sencilla: esa zona no resultaba aledaña a la pista de aterrizaje; además se la sobrevolaba con mayor altitud.

Pero estoy persuadido que sobre Guayllabamba sucede algo especial: debido a la sequedad del terreno, el aire se calienta con facilidad, alimentando las ráfagas y rachas que se van produciendo. En otras palabras, la turbulencia no sólo depende de la irregularidad del terreno, sino que se exacerba con la intensa sequedad que caracteriza al sector. Estoy convencido que el influjo de la orografía sería menos perjudicial para las operaciones de vuelo si se emprendería en un perseverante programa de reforestación. Con ello se reduciría además la presencia de polvo.

Por estos mismos días, se ha venido a sumar -a la presencia del polvo de verano- la copiosa ceniza que en forma inusual ha estado emanando del inquieto volcán Tungurahua. El resultado ha sido que los prolegómenos del verano se han dejado apreciar por esos dos extraños factores: el polvo y la ceniza.

De muchacho me llamaba la atención cómo esas dos palabras se encontraban a menudo asociadas. Esta impresión debe habérseme contagiado por la litúrgica celebración del miércoles de ceniza, que daba comienzo a la cuaresma (cuarenta días antes de la pascua). Ahí, con el rito de la cruz de ceniza sobre nuestra frente, se nos exhortaba a un acto de contrición y de penitencia, y se nos recordaba que éramos polvo y que en polvo habremos de convertirnos. Siempre me pregunté el porqué de aquella asociación. ¿Por qué se les recordaba a los fieles católicos de su condición de caducidad -aquella de que un día volverían a ser polvo- con una marca irregular que no empleaba barro (polvo) sino, más bien, ceniza?...

Un día encontré en una librería una novela nacional con un título sugerente, se trataba de “Polvo y ceniza” de Eliécer Cárdenas. Era la historia de un Robin Hood criollo, el incorregible bandolero lojano Naún Briones. Sin embargo, años más tarde leyendo "Dublineses", las historias breves de Joyce, me topé con el mismo título en uno de sus capítulos… Por un momento quise creer que el título de la novela nacional no gozaba de originalidad, hasta que descubrí que la expresión tenía más bien un origen bíblico. Era parte de una frase atribuida a Abraham: “He aquí que he comenzado a hablar a mi Señor, aunque soy polvo y ceniza”.

Es curioso, de otra parte, el empleo que suele darse en el habla coloquial a la voz “polvo”; similar al uso que recibe el término “ceniza”, como cuando expresamos una cierta condición de precariedad. A veces los vientos nos amenazan con sus inusitadas ráfagas, con sus zigzagueos y con su polvo; y parecen sugerirnos que un día habremos de terminar convertidos tan solo en etérea y volátil ceniza…

Quito, Julio 30 de 2013
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