12 julio 2013

Entre el fucsia y el ciclamen

Estoy por salir del “reino”. Me voy a mi principado… Aquí ha empezado desde ayer el “santo y bendito” mes del ramadán; el “sacrosanto”, como hubiese dicho una de mis primas… Y advierto que al Efe de la Te -ese otro aviador que comparte conmigo los calores, las arenas y los ánimos contritos que signan a esta tierra sin parangón que es Arabia-, le consultan en el “Facebook” si él también observa esa ya milenaria costumbre, la de abstenerse de bocado en las horas de claridad.

Y la respuesta, claro, no puede ser otra que “no, pero sí”. Por lo que hace falta que les dé una explicación. Y debo hacerlo, para que no les pase lo mismo que cuando una vez pregunté en la casa que qué color era el ciclamen y me dijeron que “una especie de fucsia”; y cuando, tratando de aclarar, pregunté que qué color era el fucsia, me respondieron que “una especie de ciclamen”… Después he descubierto por mi cuenta que tanto el ciclamen como el fucsia son el mismo color: una forma del morado claro o del violeta, el color de las lilas o de los ciclámenes…

O también, cómo cuando consulté que en qué consistía ese color que uno de mis hermanos lo tenía a flor de labios: el “morderé a cuadros”… Sólo para llegar al enjundioso conocimiento de que el morderé no era sino un tono dorado del pardo que, a su vez, no era otra cosa que el castaño (o canela, marrón, chocolate o carmelita), o lo mismo que -en forma tan poco imaginativa- hemos dado en llamar en la tierra como “color café”. O sea que el “morderé a cuadros” sí existía! Y estaba presente, sobre todo, en los en escudos y en los blasones heráldicos…

Todo esto para explicarles que quienes no somos musulmanes, pero que vivimos en forma temporal -o “prestados”- en el reino de Arabia, no “estamos obligados” a observar el ramadán; pero, a pesar de ello… estamos constreñidos a tener que hacer lo mismo que los otros hacen… y les voy a explicar por qué:

El ramadán corresponde, más o menos, a nuestro ayuno de cuaresma. “Más o menos”, no porque sea casi lo mismo, sino porque nosotros los “infieles” parece que ya nos hemos olvidado de “abstenernos” y de ayunar. Además, tengo que hacer una necesaria digresión: a alguien se le ha ocurrido la peregrina idea que eso de abstenerse no significa “no copular” sino también… no probar bocado! El resultado de tamaña confusión es que los católicos no nos “abstenemos” nunca, sobre todo si vemos “la mesa puesta”, y después decimos que nosotros no hemos sido, que no hemos probado ni bocado… Es decir: castidad igual que no comer!

Pero, volviendo a la explicación: en los países islámicos, y en general en cualquier parte que se practica en forma mayoritaria el ramadán, nadie come -y aquí viene lo más importante- ni puede “dejarse ver comiendo” durante las horas diurnas que van entre los dos crepúsculos. Dicho de otra manera: nadie puede comer hasta que un canto estentóreo que surge del minarete no proclame que se ha cumplido con la cláusula que confirma la llegada del “iftar”, la hora convenida para romper el ayuno. Hasta esa hora todo está suspendido. Y, por tanto, los restaurantes, fondas y salones están obligados a cerrar sus puertas. ¿Para qué han de abrirlas si nadie los puede ir a visitar…?

Es por eso que, quienes como el Efe (que está gozando de “vacancia judicial” o, lo que es lo mismo, de “asueto conyugal”) o como yo, que hasta ahora no aprendo ni a pasarme con galletas ni a cocinar dentro de la habitación del hotel, sabemos que hay que esperar a que se haga la noche, para poder salir a disfrutar de los espléndidos y opíparos banquetes con los que nuestros hermanos musulmanes celebran por veintiocho días uno de sus pilares de fe: el santo mes del ramadán!

Jeddah, 11 de julio de 2013 (2 de ramadán de 1434, año de la hégira)
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