07 julio 2013

Del paraíso y sus accesos

De niño descubrí dónde se encontraba el “jardín de las delicias”, que quizá era lo mismo que en la escuela nos habían contado que era el paraíso terrenal... Era un lugar fabuloso: se trataba de un almacén donde exhibían todo lo requerido para organizar y celebrar fiestas infantiles. Quedaba solo a pocos pasos de mi propia casa; y su propietario era nada menos que el mismísimo ángel de la guarda: un libanés indulgente y septuagenario, amigo de uno de mis tíos, a quien le apodaban de “abuelo” y que nos regalaba globos, pitos y serpentinas, y hasta unos exquisitos chocolates cada vez que nosotros, sus vecinos, con cualquier pretexto inventado cruzábamos la calle y lo “íbamos a saludar”.

Pero también descubrí dónde quedaba el purgatorio, es decir la entrada misma, o -si se quiere- el paso obligado para entrar en el paraíso… Eso es lo que yo pensé, o, por lo menos, lo que en forma ingenua creí, hasta que, buscando un camino más corto para acceder al “reino de los cielos”, me topé con un calabozo tétrico e inmundo. Pudiera decirse que aquella fue mi primera y más grande desilusión…

La casa de la Caldas, aquella en cuyos “altos” vivíamos y arrendaba la abuela, parecía desde fuera una residencia de solo dos plantas, pero -en la práctica y contando con su sótano semi subterráneo- era realmente una construcción de tres pisos completos. Y fue ahí, en ese sótano abovedado, donde desde siempre sospeché que debía encontrarse el acceso a la legendaria “isla del tesoro”, al Sancta Sanctorum, a la fantástica cueva que encerraba los cofres escondidos por los secuaces de Alí-Babá. Fue en ese sótano oscuro, que escondía su misterio, que de súbito presentí que se encontraba la entrada secreta al quimérico paraíso!

Había, en esa casa, dos patios descubiertos. El delantero carecía de acceso; por lo que, cuando los balones cruzaban los límites del antepecho del corredor y caían en esa oquedad sin jurisdicción ni dueño, la única manera de recogerlos era con la ayuda de una cuerda de esparto que servía para deslizarse a recoger aquellos balones u otros desafortunados objetos. Desde ese lugar, y a través de unos ventanucos polvorientos y medio destrozados, el temerario aventurero podía echar un vistazo al interior de esos oscuros aposentos. Daba la impresión que alguien había arrumado cachivaches sin valor y unos pocos trastos viejos.

Pero cierto día, mientras con ánimo perentorio recogía una pelota para reanudar nuestro interrumpido juego, advertí que aquella bóveda contigua se encontraba medio iluminada, a la par que unos diligentes subalternos ayudaban a ordenar un sinnúmero de cajas y baúles, siguiendo las direcciones que les impartía ese mismo abuelo bondadoso y circunspecto, que no era otro que el propietario del “reino de los cielos”! ¡Ese mismísimo día me dejé tentar por el diablo cojuelo!

Entonces, hice tiempo hasta que los visitantes abandonaron los aposentos, recordé que en la parte posterior del sótano existía una desvencijada puerta que lo separaba del patio trasero. Para mi sorpresa, la entrada cedió a un leve impulso y antes de lo previsto ya había traspasado sus linderos. Cuando esperé encontrarme con todos esos tesoros del almacén vecino y, sobre todo, con los confites que con tanta prodigalidad regalaba el abuelo, me encontré con unos cartones cubiertos de polvo y rodeados de telarañas; estaba, ese sórdido lugar, repleto de asquerosas sabandijas y los apáticos ratones se paseaban por el suelo!

Me pegué el susto de mi vida! Tuve que comprender con desilusión que aquél purgatorio del que nos hablaban en la escuela, nada tenía que ver con el paraíso prometido; y que no existía, como yo había creído, ningún pasadizo subterráneo que llevase desde el purgatorio hasta el ilusorio reino de los cielos…

Dhaka, julio 8 de 2013
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