07 julio 2013

Cuando los gorriones se van

Me he enterado, a través de un editorial de prensa, del fallecimiento de Eduardo Brito, un manabita que se destacó como jurisconsulto y hombre público y, sobre todo, como compositor y fino intérprete de la música nacional. Lo conocía de toda la vida, probablemente desde esa misma tarde que el destino quiso que nos mudáramos a vivir en la casa de la Caldas, a vivir nuestra primera orfandad…

Y él, siendo todavía un estudiante universitario, vivía en la casa de enfrente, en donde, como recuerdo, funcionaba una pequeña imprenta en la planta baja. Hoy rememoro esa casa con nitidez, y recuerdo la maquinaria de aquella imprenta aun con mayor claridad; un cierto día husmeé en su interior, esa sería la primera vez que me dejaba seducir por el sutil embrujo que ejercen los linotipos. Ahí, en esa casa que se ubicaba entre la panadería que había a media cuadra y aquél enorme portón del “patio de abajo” del colegio donde me eduqué, él y uno de sus paisanos ocupaban una “pieza de arriendo”. Ese era, en aquellos días, el recurso que utilizaban los estudiantes de provincia; y él se había venido a vivir allí.

En una ciudad recoleta, donde eran posibles todos los contactos y fácil recorrer todas las distancias, Eduardo debe haber identificado a esos inquietos rapaces que se mudaron a residir en esa casa de tres plantas que arrendaba la abuela. Él y su inseparable compañero han de haber advertido desde temprano la silueta de los nuevos vecinos, esos pequeños huérfanos que se habían trasladado a la casa de enfrente. Un día crucé la calle e invadí su vereda y, mientras iba trepando esa cuesta que parecía interminable, comprobé que él me sonreía con afabilidad.

Pocos años más tarde me dieron en casa alguna cantidad de dinero para que cumpliese con algún mandado urgente. Eran los días de diciembre, cuando las calles y plazas se alegraban con norias de feria y tiovivos, con ruletas y otros juegos de fortuna. Debió haberme tentado la codicia pues decidí utilizar el capital encargado para probar la suerte en una de esas mesas que desde siempre me estuvieron proscritas. Más tarde vería con horror cómo el dinero que me habían confiado se iba esfumando sin conseguir el resultado apetecido… Esa fue la primera vez que “desfalcaba” en mi vida y comprendía, con angustia, cuan difícil es inventar una razón para justificar nuestros traviesos e indóciles motivos…

Cuando ya volvía a casa comprobando el sentido de aquello de llevar “el rabo entre las piernas”, me topé de manos a boca con el universitario bendito… ¿Qué le ocurre vecino? -me dijo sonriendo. Le conté de mi travesura y él, mirándome en forma compasiva, extrajo el único billete que tenía en su precaria faltriquera y dándome una amistosa palmada en el hombro, me otorgó el primer y más valioso préstamo que habrían de registrar los anales de mis créditos y sobregiros!

Nunca supe el nombre de mi salvador hasta que pasaron unas semanas. Un día habría de descubrir cómo se podía entrar al cine vecino sin portar boleto y sin tener que recurrir a la triquiñuela del artificio. Había allí un pequeño auditorio, el de una radioemisora conocida como “La Voz de la Democracia”. Mientras esperaba el inicio de la película anunciaron por los altoparlantes la suspensión de la proyección y su reemplazo con un programa musical. Luego de ofrecidas las disculpas, porque “los rollos no llegaban”, el presentador anunció a “La Voz del Pasillo”: “Y ahora con ustedes, Eduardo Brito!”. No era otro que mi afable vecino: ¡aquél mismo estudiante compasivo!

Hasta esa tarde no me había percatado que los costeños cantaran pasillos. De pronto una voz nítida y de gran fuerza melódica inundó la sala y conquistó a su audiencia. Así fue como, desde ese lejano día, aprendí cómo se llamaba quien fuera mi primer acreedor, uno que nunca me dio la oportunidad de retribuirle o de devolverle el favor. Hasta esta mañana que he sabido que aquél gorrión ha dejado de cantar, y que me he enterado que él y su inolvidable voz se han ido...

Dhaka, 6 de julio de 2013
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