14 julio 2013

La alegría de madurar *

Anoche soñé con mercurio – enormes glóbulos brillantes de azogue que subían y bajaban. El mercurio es el elemento número 80, y mi sueño es un anuncio de que en pocos días voy a cumplir 80. Los elementos y los cumpleaños se me han entrelazado desde mi infancia, cuando aprendí los números atómicos. A los 11 podía decir “soy sodio” (el elemento 11); y ahora mismo a los 79, soy oro. Hace pocos años, cuando le obsequié a un amigo una botellita de mercurio por su octogésimo aniversario –una botella especial a prueba de golpes y de fugas- me dirigió una mirada extraña, pero después me envió una carta encantadora en la que me bromeaba: “me tomo un poquito cada mañana por mi salud”.

Ochenta! Casi no lo puedo creer. A veces me parece como si la vida fuera a comenzar, solo para darme cuenta que ya casi se acaba. Mi madre fue la décima sexta de 18 hijos; yo fui el cuarto de sus cuatro vástagos, y casi el más joven entre los primos del lado de su familia. Siempre fui el menor de la clase en secundaria. He retenido esa sensación de ser el más joven aunque casi soy la persona más vieja que conozco. Pensé que me moriría a los 41 cuando tuve una mala caída y me rompí una pierna mientras ascendía por mi cuenta. Me entablillé la pierna lo mejor que pude y traté de bajar la montaña torpemente con mis brazos. En las largas horas que siguieron me asaltaron memorias, buenas y malas. La mayoría fueron de gratitud -gratitud por lo que otros me habían dado y gratitud, también, por lo que pude reciprocar-. “Despertares” se había publicado el año anterior.

Me acerco a los 80, con una serie de problemas médicos y quirúrgicos, ninguno que incapacite, y me contento de estar vivo. “Me alegro de no estar muerto!” exclamo sin querer cuando el clima está perfecto. Estoy agradecido de haber experimentado tantas cosas –unas horribles y otras hermosas-, que he podido escribir una docena de libros y que he recibido incontables cartas de amigos, colegas y lectores. Me apena haber desperdiciado (y que todavía desperdicio) tanto tiempo; me apena que sigo tan agonizantemente tímido a los 80 como fui a los 20, que no hablo otros idiomas y que no he viajado ni experimentado otras culturas como hubiera querido.

Siento que debería tratar de completar mi vida, cualquier cosa que “completarla” signifique. Algunos de mis pacientes en sus noventas y cien dicen: “He tenido una vida plena y estoy listo para partir”. A los 80 la posibilidad de demencia o infarto cerebral acecha. Un tercio de nuestros contemporáneos están muertos y muchos más, con graves daños físicos o mentales, están atrapados en una existencia trágica y precaria. A los 80, las marcas de decaimiento son demasiado visibles. Las reacciones son un poquito lentas, los nombres nos eluden, nuestras energías deben ser dosificadas, pero aun así uno puede sentirse con vida y energía y no del todo “viejo”. Quizá, con suerte, consiga seguir más o menos intacto por unos pocos años más y se me conceda la libertad para poder continuar amando y trabajando, las dos cosas más importantes en la vida, como insistía Freud.

Cuando me llegue el tiempo, espero morirme protegido con un arnés como lo hizo mi amigo Francis. Cuando le dijeron que su cáncer al colon había vuelto, no dijo nada al principio; simplemente miró a la distancia por un minuto y reasumió su previo tren de pensamiento. Cuando, días después, le consultaron de su diagnóstico dijo: “Todo lo que tiene un principio debe tener un final”. Cuando murió a los 88, estaba entretenido todavía con su trabajo más creativo.

Mi padre, que vivió hasta los 94, decía a menudo que la de los ochentas había sido una de las más agradables décadas de su vida. El sentía, como yo empiezo a sentir, no una reducción sino una expansión de vida mental y de perspectiva. Uno ha tenido una larga experiencia no solo por la propia vida sino también por la de los demás. Uno ha visto triunfos y tragedias, éxitos y fracasos, revoluciones y guerras, grandes logros y profundas ambigüedades. Uno ha visto como surgen grandes teorías, solo para ser tumbadas por la testarudez de los hechos. Uno es más consciente de la trascendencia y tal vez de la belleza. A los 80, uno puede tener una visión más profunda y tener un sentido más vívido de la historia que yo no lo pude tener a los 40 o a los 60.

No pienso de la senectud como un tiempo sombrío que hay que, de alguna manera, sobrellevar y tratar de sacar la mejor parte, sino como un a etapa de ocio y de libertad, liberada de las urgencias ficticias de los días anteriores; me siento libre para explorar cualquier cosa que quiero y libre para enlazar los sentimientos y los pensamientos de toda una vida compartida. No puedo esperar a cumplir los 80!

* Por Oliver Sacks, del New York Times (mi traducción)

Hacia el sur de Limerick, Irlanda, julio 13 de 2013
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