11 julio 2013

Confesiones íntimas…

Este blog me está metiendo en problemas, pero… qué le vamos a hacer! A lo hecho, pecho! Hay una confesión perentoria que tengo que hacer: fui abusado de niño, lo que ahora usando un inexacto e inapropiado eufemismo llaman con otra expresión: “me molestaron”. La verdad que a mí no solo que me molestaron, sino que me desesperaron y atormentaron! Pero, no sean mal pensados! Me quiero referir a algo que fue más tortuoso que las sopas de cebolla, mayor suplicio que mis prematuras visitas al dentista… los malditos y nunca bienvenidos zancudos!

Es curioso: desde siempre viví enemistado con los desesperantes mosquitos (siempre me pregunté por qué usábamos el diminutivo para referirnos a estos engendros del demonio, si no les tenemos ninguna clase de afecto); pero ellos no reciprocaron mi inquina, me concedieron un tratamiento evangélico: frente a mi aversión y antipatía, siempre me presentaron la otra mejilla… Y, a pesar de mi animadversión y ojeriza, siempre estuvieron tratando de acompañarme. Habían descubierto que tengo “esa condición” que obedece a una disposición alérgica!

Propongo que debe tratarse de un asunto genético y, por lo mismo, de carácter hereditario. Lo debo haber adquirido del lado de mi familia materna (lo tengo comprobado). El que ha tenido que “cargar con el muerto” ha sido mi querido hijo Agustín, el mismo que, a más de alérgico resultó de “uñas inquietas”, por lo que sus aleves y despiadados hermanos le endilgaron el poco elegante apelativo de “rascabuche”. Mas, lo que ni él ni sus arteros jueces saben, es que ni yo mismo logré controlar jamás mis picazones y estuve rasca-que-te-rasca hasta que me convertía en un monstruo, se me “inflaba la bemba” –como decía, en forma tan gráfica mi tía Cachito- y no paraba de aruñarme hasta terminar ensangrentado!

Hay sitios en el mundo donde la gente es afectuosa y amigable; y los zancudos todavía mucho más … Estoy obligado, cuando voy a esa tierra de “rickshaws”, “sarongs” y “lungis”, donde dos veces al año azotan los monzones, Bangladesh, a llevar como equipo de supervivencia, una prudente cuota de repelente. Aun así, cuando regreso, se me hace fácil dar testimonio de mis “heridas de guerra” y de mis “bajas de combate”: son las huellas inocultables de esas zafias mordeduras y la impronta de mis sabrosos escozores y de mis porfiados arañazos… A pesar de mis dosis generosas de vitamina B, y a pesar de mis “safaris” a la cacería de estas bestias salvajes! “Es cuestión biológica”, dicen los indolentes doctores…

Pero no estoy solo. Un día que iba llegando a mi recién asignada habitación en un hotel del Caribe, reconocí como una chica preciosa -probable azafata de alguna otra ajena aerolínea- hacía una minuciosa inspección a su entreabierta recámara, en lo que yo intuí que era un trámite de precaución, para asegurarse que ni atrás de las cortinas, ni escondido en el cuarto de baño, no se encontraba algún intruso que pudiese hacerle una no invitada compañía. Cuando reduje la cadencia de mi paso, más para admirar su porte y apostura que para reconocer los artilugios de su gestión, noté que me dirigía una sonrisa impregnada de cándida timidez… “Es que les tengo terror a los mosquitos!”, traviesa me confesó, como quien comparte un íntimo secreto, con una voz insinuante y muy queda, no exenta de equívoca complicidad…

Por todo eso, por el dengue y el paludismo; pero especialmente por las malditas comezones, estoy obligado a llevar a cargar mi “insecticida no inflamable”, que no me lo pueden retener en esos odiosos controles de seguridad aeroportuaria… Y mantengo la costumbre… por si las moscas; o, si prefieren, por si las “flies”!

Arabia, 10 de julio de 2013
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