17 julio 2013

Manuales de urbanidad

Los hermanos de La Salle habían diseñado, en mis ya lejanos tiempos escolares, un escueto folletito de pasta blanda que lo vendían en la “Procura”; se llamaba “Manual de urbanidad”. Aquel ligero protocolo fue parte de nuestro curriculum académico y, aunque tiempo hace que lo habré extraviado, él me ha servido de referencia para mis intermitentes buenos modales. Mas, su precoz preeminencia habría desanimado uno de mis más tempranos propósitos: la elaboración de un somero manualito con un título que nunca supe si hubiera conseguido el auspicio de la originalidad. Tratábase de un breve compendio denominado “Manual para sonarse los mocos en público y otras instrucciones para hurgarse la nariz”.

Lástima que pronto desistí de aquél empeño; no siempre fue la perseverancia una de las características que identificaron mi personalidad. De otra parte, nunca me gustaron los títulos muy largos (es probable que esto se deba a mi prurito obsesivo compulsivo). Además, debo haber leído en idéntico librito que no era de buen gusto referirse a ciertos menesteres relativos a los humores nasales; en él ya se censuraba el solo hecho de que a los grumos se los tenga que mencionar.

Por ello que, probablemente, se me habría antojado aún más difícil el intentar siquiera otro que patentara una más específica especialidad: el “Manual para extraerse silenciosamente las secreciones nasales durante la madrugada cuando se duerme acompañado”… Lástima, dirán ustedes, que uno tenga que ocupar su tiempo en esas profundas elucubraciones, cuando -por culpa del inmisericorde cambio de hora- tiene que pasarse “como mudo” por unas cuantas horas hasta que la madrugada le regale las licencias que otorga el luminoso despertar…

Es curioso cómo estas enjundiosas cavilaciones pueden ocupar nuestra atención en la silenciosa cláusula del amanecer... Es que, a mí me pasa, cuando llego desde Arabia, que me toma toda una semana poder acoplarme a un régimen aceptable de sueño-vigilia. Así, no es improbable que los primeros días descubra que me he despertado tan temprano como a las dos o tres de la mañana! El iPad ha venido a constituirse en una bendición en este aspecto, toda vez que permite acceso a variadas fuentes de lectura e información, sin que se tenga que utilizar un tipo de iluminación que se convierta en molestoso para los que nos acompañan.

Quito es, por ventaja, una ciudad muy silenciosa -y tranquila- durante las horas nocturnas. Sin embargo, dada la ubicación de mi residencia, ese mismo silencio adquiere un contraste amplificador en las prematuras horas del prolegómeno matinal. Hay, en este aspecto, solo algo más molestoso que un ocasional y poco solidario impulso ajeno por ponerse a roncar… Me refiero a la absurda moda que se ha adquirido de instalar estentóreas alarmas en los edificios de la ciudad!

Este inaudito ruido (que parecería que a nadie perturba y al que todos se han terminado por acostumbrar) se ha ido convirtiendo en la forma más común y menos civilizada de conjugar el verbo incordiar. En cualquier sitio, y a la hora menos imaginada, un clamor isócrono y desesperante inicia aquél infernal in-crescendo con su fastidioso y ridículo (y ya inefectivo) aullar. Tal parecería que el tranquilo vecino -y aun el propio dueño- se fue acostumbrando a la anodina advertencia y su propósito se ha convertido más bien en desventaja: los rateros ahora saben que una pesquisa es improbable en medio de tan diabólico ulular.

Así y todo, quienes -como yo- no terminan por acostumbrarse a estos escarceos, procuran realizar el menor ruido posible para no interrumpir el sagrado sueño de lo demás. En esa fase de silenciosa penumbra, uno espera con profunda impaciencia el lento transcurrir de las horas, para -sólo ahí- ceder a la urgencia de cepillarse los dientes o incluso a la más furtiva tarea de sonarse la “raniz”...

Quito, 17 de julio de 2013
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