01 julio 2013

La añagaza del laberinto

¡Cómo han pasado los años!, como dice la canción. Calculo que ya son cuarenta, desde cuando, sentado en aquella sala de espera -carente de aire acondicionado- del precario hangar de las “machacas” en Lago Agrio, me puse a leer por primera vez esa especie de porfiado laberinto que es Rayuela, la novela de Julio Cortázar. Y debe haberme parecido una tarea en la que tenía que enfrentarme a un doble arresto, porque a más de tener que lidiar con el bochorno de aquel estío perpetuo, en que a veces se convertía el clima de la selva, he de haber tratado de entender, y de resolver, a tan impaciente edad, el acertijo que se me había propuesto.

Tan ávido habré estado de adentrarme en la trama de tan caprichoso como perverso cometido, que se me debe haber pasado por alto la sugerencia del propio autor -que más bien ha de tomarse como una advertencia- con la que él mismo recomienda un método de lectura alternativo. Porque si se lee la novela de la manera tradicional, se tarda en caer en cuanta que el orden de presentación que tienen sus capítulos, no obedece, definitivamente, al mismo orden con el que su autor los habría escrito (e incluso concebido). Hacia el final, la impresión que nos queda es que el escritor tomó la numeración original de la obra, entreveró sus guarismos, los barajó, y nos entregó la inextricable faena de reordenar, a nuestro antojo y albedrío, los resultantes e inconexos capítulos…

Por eso que hoy, que he insistido una vez más en el empeño, he optado por seguir la hoja de ruta propuesta, un derrotero que Cortázar denomina “tablero de dirección”. Obviamente, con la ayuda de esa pista, la lectura se hace más fluida y coherente, aunque requiere todavía de nuestra prolijidad para reubicar los episodios y mantener el hilo del guion y sus propuestos contenidos. Aún así, hay capítulos donde la travesura sigue manifiesta; ellos se constituyen en otros laberintos dentro del meandro infinito, donde con el uso de simples guiones (-) se secciona y se escinde las palabras, obligando al lector a reordenar las frases para satisfacer el significado y no terminar distorsionando el correcto sentido.

Dicen, los que saben, que el título inicial que Cortázar intentó fue el de “Mandala”, que es una de esas figuras circulares, contenidas ellas mismas en un cuadrilátero, que parecerían tener un significado esotérico, porque encierran con sus formas y colores un sugestivo laberinto (piénsese en el calendario maya como ejemplo). Por mi parte, y aunque el término “rayuela” se lo utiliza algunas veces en la extravagante antinovela, pienso que lo que realmente se nos propone no es un juego donde sabemos dónde están los casilleros y dónde se encuentra la única ficha. La intención parece ser esa, la de un lúdico laberinto.

Hay, en Rayuela, una innegable influencia “joyceana” que se percibe en el uso travieso del lenguaje, en los recursos de la escritura, en las arbitrariedades de carácter ortográfico, en la puntuación. Rayuela es como jugar una partida de ajedrez a sabiendas que el tablero ha sido alterado o que las fichas han de moverse con desplazamientos que no les son propios y obedeciendo a una estrategia manipulada por el capricho.

¿Cuál fue la intención de Cortázar? Quizá su travesura encerraba una escondida filosofía: la de recordarnos que la novela, como cuando contamos episodios de nuestra propia vida, no siempre debe ser una narrativa continua, sino más bien como el desarrollo de unos sucesos que parecen inconexos (¿qué es, si no, el mismo recuerdo?). Episodios que, al relatarlos, muchas veces parecen no solo no estar relacionados, sino que darían la impresión de que los confundimos, que los reiteramos y que, al contarlos, aun llegamos nosotros mismos a contradecirnos… Y parece que así es la vida, como una fichita que vamos empujando con el zapato, en una imprecisa cuadrícula dibujada con tiza en la vereda, sin que ello parezca que tiene un propósito y sin que necesariamente le hallemos un objetivo…

Kuwait, 1 de julio de 2013
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