09 enero 2014

A mis amigos

Anoche la he soñado y no sé ni porqué. Era una chiquilla candorosa que fue alguna vez mi vecina. Era rubicunda y aventajada en peso, quizá por ello mismo tenía una voz briosa y encantadora. Era condiscípula de mi hermana Lolita y le llamaban con el diminutivo de su nombre compuesto. No sé qué hacíamos juntos en esa extraña misa de honras… Para variar, yo no sabía -en el sueño- si me había metido, por error, en el sitio equivocado. Y ella, también para variar, cantaba…

Al despertar recordé que pasado el tiempo nos reconocimos y nos hicimos más amigos, era que habíamos ido a dar en la misma empresa, aunque habíamos llegado por distintos caminos. Así nos convertimos en compañeros mientras los dos trabajamos en la vieja Ecuatoriana. Además, ella era hermana de un colega aviador que era también marino, circunstancia ésta que siempre me pareció paradojal a pesar de la identidad que pueden sugerir los trasiegos náuticos.

Pero ella cantaba, y lo hacía con unos requiebros y cadencias que parecía que en ello se le iba el alma. Su ya cultivada voz, la áspera de "mujer-mujer", fue para mi un grato descubrimiento, sobre todo cuando entonaba esa canción de Alberto Cortez, que habla de ser “plural” cuando se lleva a los amigos en el alma:

"A mis amigos les adeudo la ternura
y las palabras de aliento y el abrazo;
el compartir con todos ellos la factura
que nos presenta la vida, paso a paso."

Recordé entonces que ayer nomás hablaba de que siempre tuve buenos, aunque pocos amigos... Amigos que me supieron tolerar y comprender, que muchas veces supieron darme su voz de estímulo y de admiración, pero que nunca cayeron en la moneda falsa de la lisonja. De pronto, he tenido que revisar y corregir mi aserto, y declarar que realmente tengo muchos, muchos, amigos y que los encuentro a toda hora y por todas partes.

¿A qué se debe? O, ¿a qué debo que tenga tantos amigos? La respuesta es simple porque habré de reconocer que no me caracterizan precisamente ni el encanto ni la simpatía. Puede deberse, en primer lugar, a que desde siempre tuve la fortuna de diversificar mis actividades y de repartir mis intereses; pero, sobre todo, a que ejerzo el oficio trashumante que aún ejerzo y porque me inicié en esa cautivadora actividad desde muy temprano. En este sentido, resulta elocuente que cuando regresé a los dieciocho años, ya convertido en aviador, los que pasaron a ser mis nuevos amigos, estaban recién terminando la universidad, desempeñando su primer trabajo, o se estaban casando y teniendo sus primeros hijos. De golpe, dos generaciones me regalaron la distinción de hacerme amigo!

Creo que es en el prólogo de sus "Doce cuentos peregrinos" que Gabriel García Márquez comenta acerca de ese cuento que jamás escribió. Este pudo haberse inspirado en un sueño que dice que alguna vez tuvo. Se trataba de que asistía a su propio entierro en compañía de sus buenos amigos. Todos iban vestidos con estricto luto, aunque participaban de un talante festivo. Una vez que terminaron las exequias, él se quiso retirar para irse de vuelta con sus inseparables amigos; fue cuando uno de ellos, con ánimo severo, le hizo caer en cuenta que "la fiesta había terminado" y que él era el único que no podía irse... “Entonces comprendí -comenta- que morir no es otra cosa que no estar ya nunca más con los amigos!”...

"A mis amigos les adeudo la paciencia

de tolerarme las espinas más agudas;

los arrebatos de humor, la negligencia,

las vanidades, los temores y las dudas."

Sydney
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