08 enero 2014

La bendición del padre…

Creo que siempre tuve pocos amigos; así lo recuerdo y esa fue siempre una impronta que quizá marcó mi vida desde que yo era niño. Pero también, creo que tampoco tengo eso que por ahí llaman una “cara de pocos amigos”… De hecho, una de las preguntas más frecuentes que la gente me hace es aquella de “por qué es que tienes tantos amigos”… En todo caso, muchos o pocos, creo que lo que verdaderamente cuenta es que éstos sean “buenos” amigos.

Los amigos que tuve de niño también fueron pocos y pienso que no tuve oportunidad de crear o fortalecer una relación de confidencia o identidad con nadie, y esto a pesar de mi prematura orfandad. Mis amigos fueron unos pocos vecinos y hoy barrunto la sospecha que esa amistad estuvo impulsada por el deseo de compartir los juegos y entretenimientos, más que por la intencional actitud de compartir confidencias y descubrimientos o participar una opinión acerca de alguien, o la de intercambiar los pormenores de algún episodio íntimo que hubiese exigido una cierta privacidad. Hoy comprendo que en una edad en que estuve absorbido por la pasión lúdica que tienen los juegos, ésta pudo haber sido la única razón para una eventual identidad.

Además, vivía frente a la escuela y creo que esa, más que ninguna otra, fue la razón para que tuviera tan pocos amigos. Esto tal vez demande una breve explicación: en una sociedad estratificada como era la nuestra, no siempre fue fácil hacer amigos en el barrio donde se vivía; la lógica alternativa habría de ser el patio, si no el aula de la escuela. Pero los amigos, los potenciales amigos, venían a la escuela a estudiar, y cuando no lo hacían, por obvias y comprensibles circunstancias, buscaban pasar sus horas o días de distensión en lugares que lógicamente se hallaban alejados de los recintos escolares.

Con el tiempo me hice de un amigo cercano, aunque secreto… Vivía aquel zagal en el tercer piso de la casa que ocupábamos. En esa planta residía un grupo de mujeres de vida alegre -bailarinas de club nocturno, únicamente, pero algo nada sacrosanto para el recatado ambiente de aquellos tiempos-. No se nos tenía permitido en casa ni siquiera que las regresáramos a ver, mucho menos que hiciéramos un intento por cruzar palabra o tratar de saludarlas.

Un día, mientras hacía mis deberes, sentí que un bulto -una frazada, creo que imaginé- caía desde arriba, pero fue algo que emitió un sonido seco una vez que se estrelló contra el patio. Era que una de aquellas mujeres había estado montada a horcajadas en el marco de la ventana, perdió el equilibrio y se vino abajo! Fue a parar al hospital con múltiples fracturas en el cráneo. El rumor que se esparció fue el de que la damisela habría tratado de suicidarse.

El hijo de esta mujer era quien se había convertido en mi cercano amigo; era de raza morena, pero dada la condición de la madre, se me había antojado desde siempre que no era prudente divulgar nuestra amistad. Así, él se convirtió en mi confidente y nuestras primeras conversaciones, tuvieron que hacerse por fuerza en el zaguán de la casa o en el descanso de las escaleras que subían al piso de arriba y que servía para marcar nuestros espacios…

Dejé de verlo por mucho tiempo; algo en sus ojos denunciaba ese afán de comunicación que tienen algunos hombres para que les concedamos un poco de atención y sepamos escucharlos. Y así pasó el tiempo. Yo había acudido a una ceremonia religiosa en una pequeña capilla, aunque hoy no recuerdo ni la ocasión, ni el motivo. Recuerdo que llegué tarde y cuando el cura se dio la vuelta para impartir su bendición, caí en cuenta que no era otro que el mismo amigo de la infancia al que no había visto desde cuando éramos niños...

Sydney
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