17 enero 2014

El precio de la vejez

Un viejo y querido amigo, que parecería que nunca agarrara un libro para tener en qué entretenerse, me ha recomendado una novela que él ha estado leyendo. Se trata de una insólita historia cuyos hilarantes episodios me han tenido embelesado. Nadie pudiera imaginar que lo que le sucede a un viejo centenario pudiera ser tan divertido…

La obra está escrita por un sueco de nombre Jonas Jonasson -o lo que es lo mismo: Jonás, el hijo de Jonás-. Barrunto que a pesar de la falta (“flagrante carencia”, llamaría el propio autor) de imaginación que ha demostrado el Jonás padre, hay que reconocerle cierto crédito al aventajado hijo, quien, en cambio, ha demostrado tener una muy rica fantasía como para apañarse a contar una historia tan entretenida como interesante. La novela obedece al largo y sugestivo titulo de "El abuelo que saltó por la ventana y se largó".

La trama tiene la virtud de hacerme reflexionar en la singular condición que tienen las “personas de mayor edad” -realmente, poco meditamos en que el asunto no nos es ajeno-, y presenta las dos caras de una misma moneda, ya que en el mundo existimos solo dos tipos de seres: los viejos y los que todavía no han (no hemos?) llegado a serlo... Es triste reconocerlo, pero los más jóvenes a menudo olvidan que un día también llegarán a viejos. Es que, de otra parte, los viejos no han tenido siempre esa edad que ahora tienen. Por eso, si la gran aspiración de los ancianos es la de envejecer con dignidad, la obligación de los demás debe ser la de colaborar y ayudar a proporcionarles medios para que ellos puedan obtener ese propósito.

Veo con simpatía lo que sucede en los países más desarrollados, donde la gente “mayor” no solo que recibe todo tipo de facilidades y privilegios de parte de toda la sociedad, y no solo del estado. En esas sociedades más avanzadas, los viejos pueden gozar de un sinnúmero de elementos que están a su disposición y que les garantizan una mayor comodidad y mayor independencia; y por ello, y como consecuencia, su calidad de vida está mejor garantizada por la misma sociedad. 

Aclaro que esta preocupación por la tercera edad nada tiene que ver con los artificios y artilugios que por allí se ofrecen como paliativo para disimular el inevitable acaecer de los años. En este sentido, cada uno es libre de hacer con su cuerpo lo que más le convenga. No obstante, estimo como anecdótico lo que encuentro en uno de aquellos institutos que se proponen ayudar a disimular las huellas que van dejando los años… Ofrecen una gran variedad de ayudas por medio de inyecciones cosméticas, como: tratamiento de arrugas frontales, por cien dólares; o las llamadas “líneas de disgusto” (patas de gallo o de cuervo), por el doble; o los novedosos “labios para amar”, por cuatro veces ese mismo valor…

Los viejos deben mantener la ilusión de vivir y estar listos para disfrutar de una situación en la que puedan vivir con mayor seguridad y con menos resignación. “Esperar el futuro con ilusión, sin tener miedo a la muerte”, he leído por ahí. Esa ha de ser la verdadera dignidad a la que aspiran, si alguna tiene esa condición que es la de "tener que envejecer". Pero, como se dijo antes, todos vamos hacia lo mismo, y en forma inexorable. La sociedad no puede cejar en su esfuerzo de ayudar a buscar medios y métodos para hacer más fácil la vida de quienes han envejecido.

Por eso, me sustraigo por un momento el título del aria del Turandot de Puccini, el mismo que se menciona en la novela de aquel travieso abuelo que se rancló por la ventana; y entonces digo también: Nessun dorma! Sí, que nadie duerma!

Alguien muy querido supo recordármelo siempre: "Quien va al anca, no va atrás"…

Sydney
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