04 enero 2014

Gatos, garabatos y retratos

Aquello de escoger qué libro leer, a menudo me recuerda a esas máquinas de golosinas que existen en los sitios de entretención infantil y en los parques de diversiones… Su principal mecanismo es una grúa diminuta que es accionada a través de unos mandos exteriores. Casi siempre, un atractivo muñequito sirve de anzuelo para ese necio intento en que se empecinan chicos y mayores. Al final, el porfiado adminículo no consigue capturar el objeto que interesa y solo alcanza a trasegar unos desabridos confites que nunca satisfacen ni la simple expectativa ni aquel apetito rezagado que suele denunciarnos a los ingenuos.

Algo parecido sucede con los libros que se promocionan o recomiendan. Es tal la variedad de textos que hoy se ofrecen, que diera la sensación que se estaría tratando de emplear el mismo movedizo adminículo para obtener la satisfactoria realización que uno espera… Así, con frecuencia nos sucede que además de no conseguir lo que prometía nuestra expectativa, terminamos solo experimentando la persistente condición de nuevos y reiterados desengaños.

En estos tiempos, cuando por razones inexplicables -que quizá solo estén relacionadas con cicateros intereses mercantiles- el precio del libro de papel ha adquirido valores no sólo ridículos sino francamente prohibitivos, ha surgido como benéfica contrapartida la oferta del libro digital. Y este es justamente el motivo principal para el aumento inusitado de las posibilidades de lectura en nuestros días, porque surge la alternativa de que podamos interrumpir la revisión de una obra que no ha satisfecho nuestra expectativa y por un precio razonable -e incluso inexistente- podamos escoger una nueva obra y volvamos a empezar.

En esta guisa, han ido cayendo últimamente en mis manos algunas nuevas obras escritas por autores peninsulares. Forman tal vez parte de un proceso pródigo en alumbramientos de una serie de obras caracterizadas por una temática similar. Se trata de novelas, principalmente, cuya compleja trama se identifica con aquellos "best sellers" que han ido consiguiendo una cierta preferencia en el mercado internacional. Destacan Julia Navarro o Matilde Asensi, para muestra de ejemplo, y aunque la urdimbre de sus historias responde a un trazo ricamente estructurado, tanto el estilo que se emplea como el lenguaje propuesto nos dejan todavía un cierto regusto, un desencanto un tanto difícil de explicar.

Pero también he accedido a un autor catalán cuyo humor, estilo y buen uso del idioma me ha deparado satisfacciones que quizá no había previsto. Lo había descubierto a través de una deliciosa historia titulada "El asombroso viaje de Pomponio Flato". Más tarde he sucumbido a la seducción de su hilarante estilo, que se expresa en una divertida trilogía ("El misterio de la cripta embrujada", "El laberinto de las aceitunas" y "La aventura del tocador de señoras"). Todas estas obras están escritas con un estilo festivo y poseen un vocabulario cautivante. Se trata de Eduardo Mendoza, un escritor que puede ponerse serio cuando así lo decide, como sucede en "La ciudad de los prodigios"; o mostrar esa exquisita erudición que exhibe en su ingeniosa "Riña de gatos", donde el autor urde una graciosa historia relacionada con la evaluación de una desconocida pintura del insigne Diego Velázquez.

Velázquez había nacido en Sevilla de padres portugueses; su nombre completo era Diego Rodríguez da Silva y Velázquez. El mundo artístico, y especialmente el de la pintura lo habría de conocer siguiendo la vieja costumbre española: con el apellido de la madre. Y así es como se lo conoce, como Diego Velázquez; o, simplemente, Velázquez. Famoso por sus retratos y bodegones, su obra cimera sería “Las Meninas”, cuadro en el que su rúbrica genial se expresa con aquél, su disimulado autorretrato. Esto parecería ser menos frecuente en la literatura… Sin embargo, el rasgo de una semblanza, el requiebro en algún episodio, cualquier destello o insinuación se constituyen en discretas pinceladas, en brochazos embozados que terminan por desnudar el inconsciente retrato del propio escritor!

Sydney
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