02 enero 2014

De calabozos y dragones

A medio camino entre Saks Fifth Ave. y ese rectangular emplazamiento que hace de punto de encuentro en la mitad del Centro Rockefeller -y que en esta época del año se convierte en concurrida pista de patinaje sobre hielo-, había hace ya un cuarto de siglo un local especializado que vendía juegos de azar y que fungía de librería temática. Era por entonces el único lugar donde yo podía satisfacer una novedosa novelería (con perdón por el pleonasmo) que había empezado a cautivar a mis hijos; o, para decirlo con mayor propiedad: a mis hijos y a todos sus amigos… Tratábase de un juego de rol que utilizaba unas complejas estrategias, sus caracteres eran de talante mitológico y se jugaba con dados de diversas formas. Se llamaba: "Dungeons & Dragons".

No sé ni dónde, ni cuándo, ni cómo, ellos se habían dejado cautivar por aquel novel entretenimiento; solo sé que desde un cierto día ellos me convirtieron, a más de su proveedor, en su encargado de adquisiciones y en su emisario… Aquella sería la primera vez que percibiría la incómoda sensación de que había pasado a colaborar con algo que me era excluyente y ajeno. Me daba la impresión que ellos participaban en un juego de orden clandestino. Allí, el adolescente conciliábulo, parecía formar parte de algo mágico y subrepticio.

Hoy, mientras me hacía acompañar por el mayor de mis nietos, he recordado de pronto aquel raro pasatiempo que tuvo entretenidos a mis hijos por tantos sábados seguidos. Descubrí que el niño leía con fruición un libro de carátula empastada, cuyos coloridos motivos de la portada exhibían aquella extraña morfología de unos seres mitológicos y fantásticos. Cuando indagué acerca de lo que leía, respondió que "El reino de la fantasía", al tiempo que me cedía el ricamente ilustrado texto para que revisase su extravagante contenido.

Algo que estaba escrito hacia el final del volumen supo captar mi atención. Era un capítulo dedicado a unos seres monstruosos y repugnantes llamados "trolls", los mismos que, a más de fétidos, causaban espanto. Me pregunté si aquellos engendros grumosos y deformes no tenían algo que ver, por lo menos en su nombre, con el de esos entes cobardes y anónimos que saturan los paneles de opinión del Internet; y si la naturaleza infame e insidiosa de estos escribientes testaferros no tendría algo que ver con esos otros trasgos horripilantes creados por alguna febril como desquiciada fantasía.

Se describía a estos "trolls" como poseedores de un olor nauseabundo. "No cualquier olor, era uno horrible, desagradable y pútrido. Peor que una artesa de quesos corrompidos; peor que un pescado podrido y rancio; mucho peor que los calcetines apestosos de alguien enemistado con el aseo". Esa era la repulsiva fetidez de los “trolls”, cuyo nombre constituía un acrónimo de lo que en inglés se compendiaba como "Terrible, Rude, Oh how disgusting, Loud-mouthed and Loathsome" (terrible, rudo, desagradable, estridente y odioso). Es decir lo mismo que los malolientes “trolls” cibernéticos. Ni más ni menos!

La contra-página ofrecía información que relevaba de descripción adicional: “no tienen un rey -decía-, sólo tienen un jefe”. Este obedece a diversos apelativos: "hórrido el destructor", "soberano de los piojos", "emperador de las pulgas", "gobernador de las ladillas", "el que no se baña nunca". “Es su morada la caverna sucia y hedionda”. “La única condición que los atemoriza es la luz del sol que los transforma en repulsivas estatuas de piedra”...

Bien sé que el sustantivo “troll” quiere decir señuelo o carnada. La voz se usa para designar a los que utilizan un lenguaje insidioso y procaz en las redes sociales, a efecto de fastidiar y distraer con su vocabulario tosco y ofensivo. Describe su perversa intención: que mordamos el anzuelo y que caigamos en la trampa de su disimulado artificio. Los “trolls” son individuos pusilánimes y despreciables; no merecen nuestra respuesta y ni siquiera nuestra atención. Hay que dejarlos que vivan su cobarde clandestinidad; que sigan escondidos en sus cavernas. Han de morir incapaces de tolerar su propia pestilencia, de no poder soportar su propia imagen en el espejo; son seres repugnantes que sólo tienen cabida en la oscuridad tenebrosa de su anonimato macilento. Son dragones fétidos que viven encerrados en el calabozo de su propia infamia.

Sydney

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