25 enero 2014

Semblanza de Port Jackson

Hacia la actual esquina sur-occidental del embarcadero de Sydney, el viajero avisado se encuentra con una suerte de homenaje recordatorio; es un círculo de unos cinco metros de diámetro, cuya altura no excede la de una poltrona de descanso. Y en eso se convierte el monumento, cuando el muelle se congestiona de turistas que buscan refugio a la inclemencia de la canícula o ceden a la indulgencia en un corto descanso mientras disfrutan del eco de un extraño ritmo de talante relajador: es la contagiosa cadencia de la música australiana aborigen.

Se trata de un mapa esférico que refleja la condición del modesto emplazamiento; ese que los británicos habían construido, hace ya más de doscientos años, en una ensenada de tranquilo privilegio ubicada en Port Jackson. Si el viajero tiene suerte, y coincide con un momento en el cual el perímetro del monumento no ha cedido su espacio a la necesidad de tregua de sus frecuentes visitantes, puede deleitarse con la lectura de una extensa leyenda que se ha burilado en el anillo exterior del esbozo: "...tuvimos el beneplácito de descubrir el más delicado fondeadero que pudiese existir en el mundo, donde las mil naves de la flota pudiesen navegar en la más serena de las seguridades...". Esto de “las mil naves" intuyo que hace referencia a la flota griega, cuando se propuso rescatar a Helena, en la legendaria guerra de Troya.

El extracto pertenece al informe expedicionario del gobernador británico Arthur Philip, escrito en mayo de 1788. Justo dieciocho años después que el sitio habría sido descubierto por primera vez por los europeos, y bautizado como Port Jackson por un famoso marino: el teniente James Cook. Ni Philip, ni el mismo Cook, jamás se hubieran imaginado que, solo dos siglos más tarde, ese mismo enclave se habría de convertir en uno de los más bellos atracaderos naturales que existen en el mundo.

En estos días el malecón es visitado a toda hora por una infinidad de ávidos turistas que buscan, desde todos sus rincones, conseguir una impresión aventajada para testimoniar sus recuerdos del singular paisaje. Hacia el cuerno noroccidental de la ensenada el estuario se prolonga con la irregular sinuosidad del río Parramatta, ahí el sorprendente “Harbour Bridge” establece un acordado límite con la entrada del río e integra los asentamientos del norte de la ciudad con el centro de la urbe. Hacia levante y como quien apunta hacia el océano, una maravillosa estructura de líneas desenfadadas sorprende con la modernidad de sus caprichos. Es la Casa de la Ópera.

El embarcadero, con su forma de herradura, tiene un inigualable encanto y propicia una inusitada convocatoria. Hombres de todas las latitudes convergen a disfrutar y compartir una cláusula de distensión y solaz en esa vereda formidable. Los mimos, imitadores, juglares y más artistas hacen su agosto en enero y aportan a crear una atmósfera de plenitud en ese rincón citadino. Es allí, más que en ninguna otro sector de la urbe, donde el extranjero percibe aquel invisible latido que marca el sentido de comunidad que los hombres hemos dado en llamar con el nombre de "civilización".

La presencia de un gigantesco crucero invade la dársena de poniente. Allí, su masiva presencia no produce dificultades al tránsito de las embarcaciones menores, ni a las gabarras de transporte que logran una eficiente relación entre el centro financiero y los demás distritos circundantes. Aquél es un trasiego infatigable, como infatigables y diversos son todos estos hombres que fueron haciendo de su ciudad, un centro de cultura y de distensión, una núcleo de enorme potencial financiero y, ante todo, un asentamiento humano único en el mundo, donde sus flemáticos habitantes supieron encontrar una mágica simbiosis entre la atrevida arquitectura y el bucólico paisaje.

Sydney
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