18 febrero 2014

Aquella, mi manía subrepticia

Algo que llevo en la sangre quizá denuncie mi inveterada novelería. Parece que me viene del lado de mi padre; él fue un novelero monumental, uno de esos que no se encuentran todos los días; era él, adalid y mayor epítome de lo que puede tener de paradigmático un novelero. Y no sólo que heredé su propensión, heredé también la mayoría de esos bártulos y aparejos que le daban carta de identidad a su particular afición de ser poseedor, si no coleccionista, de todo lo que pudiese parecer distinto o algo nuevo. Al día siguiente de que nos dejó, su esposa me condujo a un fabuloso arcón donde él atesoraba aquellos únicos e inimaginables arreos.

Y, con el tiempo, a mí también se me convirtió en religión aquello de la novelería. Todo lo que tiene que ver con cachivaches -como navajas, gafas y lapiceros-, es parte de mi muy personal manía, la de los distintos, originales y nunca repetidos adefesios… Los tengo muy ordenaditos por allí, sumando, a mi prurito obsesivo compulsivo, esa obcecación que es requisito indispensable del loco y pertinaz coleccionista. ¿Quieren saber cuántos tirabuzones de vino poseo? No tengo sino que abrir una gaveta y su inusitado número estoy seguro que provocará su risa.

Fueron los álbumes de cromos los que, siendo muchacho, exacerbaron, más que mi natural codicioso, esa extraña forma de atesorar que se convirtió en mí en un auténtico desatino. Y fue a aquellas dos papelerías que estaban ubicadas cerca de casa, a donde yo acudía todas las tardes para dar rienda suelta a esa mi insólita porfía. Como mis ingresos no financiaban aquel dispendioso presupuesto, más de una vez tuve que acudir a perentorios "préstamos" que solo se satisficieron con el ajeno peculio de tentadoras y siempre descuidadas alcancías...

Mi centro favorito de acopio fue una papelería que estaba ubicada a un costado de la escuela Hermano Miguel, en San Blas. Se llamaba "Pif-Paf". Nunca descubrí, ni tampoco imaginé, si tuvo algún motivo para ostentar aquel onomatopéyico apellido. Lo único que sé, es que allí estaba presente ese cautivante aroma que adquiere el papel cuando invade los rincones. Su dueña se había convertido, más que en mi personal proveedora, en una especie de cómplice-encubridor de mis desenfrenados derroches. Yo me había convertido en su principal comprador, a condición de que mantuviera aquel inocente despilfarro en la patria del secreto.

Aquella reserva fue de corta duración, como siempre creo que pasa con lo furtivo y con lo que tiene carácter encubierto. Una tarde, mientras desembolsaba los ahorros ajenos, sentí de pronto a mis espaldas el rumor de un susurro conocido: no podía pertenecer a otra persona que a mi frugal, severa y poco indulgente abuela. Esa misma noche sentí el inescrutable nombre del almacén haciendo rima con los chasquidos que atormentaron mi trasero... Pif-Paf, Pif-Paf, fue el tosco rumor que fue lastimando mi resentido fondillo con los silbidos de aquella férula de cuero!

El incidente me obligó a intentar una diferente estrategia adquisitiva: estuve precisado a preferir una más modesta papelería. Esta se llamaba ABC, nombre cuya escasa originalidad e imaginación cotejaba con la precaria provisión de los artículos de escritorio que su propietaria vendía. Era ella una mujer de buen ver, aunque enjuta y de rostro macilento, algo en ella denunciaba una condición de indigencia recién adquirida. Un mozalbete de taimada catadura parecía hacerle perenne compañía. Había heredado de su madre esa misma lánguida escualidez; y, de su padre, esa misma propensión a matar el tiempo que a veces encontramos en los holgazanes de vocación y en los que suelen postergar sus propósitos en la vida.

Nunca olvidaré la página postrera de un específico álbum de esas estampas en particular; tenía que ver con la individual imagen de las siete maravillas de la antigüedad. Ahí estaban: el Coloso de Rodas, el Faro de Alejandría, los Jardines Colgantes de Babilonia, las Pirámides de Egipto, el Partenón y alguna otra que ya ha merecido la tregua del olvido… En fin, aquellos inolvidables bazares fueron los primeros en ofrecer testimonio de mi cándida falta de razón; y que -paquete tras paquete- supieron ir dando callado pábulo a esa mi siempre insatisfecha condición de incipiente coleccionista: mi primera y más porfiada novelería.

Jeddah, Arabia
Share/Bookmark

No hay comentarios.:

Publicar un comentario