01 febrero 2014

Volar, verbo transitivo

Recién había dejado de orinarme en la cama, cuando un sábado por la mañana recibí una perentoria llamada telefónica. Gonzalo Ruales, mi tío político, quería que lo visitara en su casa esa misma tarde. Aquella sería una plática que habría de cambiar mi vida para siempre. Gonzalo quería saber si me gustaría hacer un breve curso en los Estados Unidos para convertirme, en pocos meses, en joven y flamante piloto. Así fue como se produjo mi ingreso inesperado a ese exclusivo círculo que es el de los pilotos de aviación. Tenía diecisiete años.

Con frecuencia medito en la circunstancia vocacional de los pilotos. No puedo dejar de reconocer que no todos nos convertimos en aviadores por ese impulso innato que llamamos justamente “vocación”. En más de un caso, no es aquella tendencia, o propensión interna, sino más bien otras y ajenas circunstancias las que determinan nuestra decisión profesional. Es que, como hubiera dicho Ortega y Gasset, lo que decide nuestra particular singladura son las circunstancias. “El hombre es él y sus circunstancias”; ellas son algo así como nuestro particular e inconfundible tipo sanguíneo, como un íntimo e irrepetible número de identidad.

Es siempre probable, en cuanto al asunto vocacional, que un buen número de profesionales aeronáuticos se hayan dejado infatuar desde muy tiernos por esa seducción glamorosa que los impulsaba a convertirse en pilotos. Ahí están los arrestos y el talante, la imagen del hombre indómito y temerario, la de ese ser altivo e impasible con que la cultura contemporánea asocia a menudo al aviador. No puede desdeñarse, tampoco, aquel perfil arrogante de la estampa del piloto en su deambular aeroportuario…  las airosas y seductoras azafatas, la tecnología sorprendente de sus máquinas, los envidiables periplos transatlánticos…

Pocos, sin embargo, caen en cuenta de la paradojal condición del “hombre del aire”. Ahí están sus ausencias familiares, sus solitarias y noctámbulas horas de desempeño, su escuálido reconocimiento económico o profesional que, en más de una ocasión, le obligan con frecuencia al aviador a probar lejanas culturas y latitudes… Así, él se convierte en un ciudadano del mundo, en un desarraigado de su propio terruño, en un apátrida nostálgico. El piloto que se aleja de su tierra se convierte así en un curioso y ávido explorador, pero también en un “desterrado”.

Por ventaja, muy pronto el aviador hace dos inesperados descubrimientos: el primero es la condición lúdica que posee su actividad. Sí, porque volar es una suerte de juego, una posibilidad -sobre todo con la tecnología y la automatización modernas- de entretenerse con las inagotables variables que la modernidad le ofrece. Hay ahí un desafío permanente, un envite a sus capacidades, un reto a su imaginación. Advierte que volar es un juego hermoso y divertido; aunque -y es importante aclararlo- reconoce también que es “un juego responsable”.

El otro factor que le depara una impensada riqueza (y utilizo el sustantivo con su doble significado) es esa suerte de bienaventuranza que constituye su constante deambular. Porque viajar representa una continua y perseverante revelación, un libro abierto, una inédita experiencia frente a otras razas y a otras costumbres, otras lenguas y paisajes; frente a otros hombres… Volar, entonces, se transforma en un gratuito y sorprendente descubrimiento, en una maravillosa e inigualable lección de vida que nos enriquece, que nos madura, que por fuerza nos convierte en más tolerantes, en más enamorados de la vida, en mejores hombres.

* Nota: esta entrada la titulé inicialmente "Volar, verbo intransitivo", pero luego caí en cuenta que "transitivo", de acuerdo a lo que define el diccionario, es un adjetivo que quiere decir "que pasa y se transfiere de uno a otro", exactamente lo que hacemos cuando aprendemos a volar o cuando enseñamos el oficio...

Jeddah, Arabia
Share/Bookmark

No hay comentarios.:

Publicar un comentario