22 febrero 2014

Mi corazón es un gitano

Barrunto que, para entonces, el de San Remo era ya un festival musical bastante conocido; pero fue una canción interpretada por Nicola di Bari, “El corazón es un gitano”, la que realmente lo catapultó a la fama. Aquí, esto de las gitanerías del corazón, haría referencia a la precariedad y a los desórdenes de dicho artilugio -conjeturo yo- más que a sus ocasionales veleidades, trashumantes y afectivas...

Los gitanos son todavía una raza discriminada en el mundo; hace menos de un siglo, al igual que con el holocausto judío, se los consideró una etnia marginal, a la que Hitler y el nacionalsocialismo se propusieron perseguir y exterminar. No son originarios de Andalucía como se quisiera suponer, están desperdigados por toda Europa y su lugar de asentamiento estuvo alguna vez junto a los montes Cárpatos, en lo que hoy es una patria que ostenta un nombre que suena similar a Romani, el nombre con el que primero fueron conocidos: Rumania o Romanía. En España los llamaron “gitanos”, porque se creyó que habían llegado desde Egipto.

Tampoco son oriundos de Europa Oriental; ellos, con sus coloridos atuendos, sus bártulos adujados en errabundas caravanas, su condición de nigromantes y pronosticadores del destino, tendrían sus primeras raíces en otra cultura lejana y misteriosa desde donde inicialmente emigraron: la contradictoria India. Desde entonces, y tras su éxodo, han seguido ejercitando su nómada desplazamiento, su quiromántico y embrujador oficio. Su estereotipo invade a la demás gente de un inconfesable prejuicio: los creen sucios, promiscuos y desaprensivos, los han relegado a que instalen sus tiendas en los parques o a la vera de los caminos.

Hago este inevitable exordio, porque adolezco de una leve circunstancia médica que, de vez en cuando, me produce una imperceptible arritmia; lo compruebo en ocasiones, pasa ciertas noches cuando mi oreja roza con la almohada; entonces es que percibo un ritmo nada isócrono. De pronto, el galope brioso del semental se convierte en un trotecito impreciso, como el de un borrico empecinado… Es cuando echo mano del titulillo de la melodía en cuestión y tengo que reconocer -sin que para ello intervengan mis traviesas habilidades- que así mismo es, que solo es eso: que mi corazón es un gitano mostrenco, caprichoso y desordenado.

Ya tenía unos pocos años como aviador, cuando un par de cervezas tomadas la víspera de mi evaluación médica provocaron ese inusual descubrimiento. Las pruebas posteriores determinaron que se trataba de una condición genética; el “desperfecto” no se trataba de lo que en mecánica pudiera llamarse una “falla de material”, pero sí de una condición funcional que la habría tenido de nacimiento. Por fortuna, más temprano que tarde, se disiparon mis temores, el síntoma solo consistía en una tenue irregularidad que no siempre se manifestaba; y que, para sorpresa de los facultativos, y alegría de la afición, tenía la tornadiza condición de desaparecer con la inapelable “prueba de esfuerzo”.

No siempre se ha detectado esta anomalía en mi primer reconocimiento médico (los he tenido que efectuar en seis países distintos). Sin embargo, luego de que transcurren dos o tres años, me llegan ciertos mensajes: es que las autoridades médicas estarían interesadas en tener “una pequeña charla conmigo”…

Ya no me asusto. Ya sé de qué se trata. Sé que es una condición que se exacerba con la cafeína, la ingestión de licor, las malas noches, o el cambio indiscriminado de usos horarios; es decir con todo aquello que es parte inevitable en mi trashumante y trasnochador oficio. Por eso, cuando pierde su cadencia mi artilugio desenfrenado, sé que no es que se ha desquiciado o descompuesto, que nada pasa y que no hay nada que ya pueda hacer; sé que tengo un ligero murmullo. Y asumo sin vanidad eso: que “mi corazón es un gitano”!

Lahore, Pakistán
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