23 febrero 2014

De orejas y otros apéndices

Cuentan mis hermanos que cuando yo era pequeño solía averiguar que dónde se encontraban las tijeras. Sostienen que me quejaba de que las orejas me causaban molestia y que siempre estaba amenazando con que me las quería cortar… Dicho sea de paso: no recuerdo aquel episodio específico, motivo de las continuas bromas de mis propios hermanos; mas, con el tiempo he venido a caer en cuenta que el tema de las orejas, de una u otra manera, es parte integral del refranero y del referente colectivo. Por mi parte, lo único importante que yo mismo sé, con respecto a mis propias orejas, es que constituyen la golosina de los mosquitos.

Siempre me llamó la atención la poca importancia que la gente parece dar a la forma que puedan tener estos apéndices. La sociedad parece estar seducida por otros rasgos, como: la forma de la nariz, la profundidad del cuenco ocular o el sugestivo pronunciamiento del mentón. Pocos ven en las orejas, y en especial en las femeninas, lo que a mí siempre me habían parecido: un elemento sensual, uno de los trazos fisonómicos más sugerentes que pueda tener una persona. Parecen no creerme cuando me expreso en ese sentido, sospechan que quiero burlarme de su ingenuidad y no se aperciben de lo serio que soy cuando así lo afirmo.

En mi propia casa tienen un infalible método para congelarme la sonrisa. Sucede cuando es evidente que me he dejado llevar por el fanfarroneo: “fuu, por esta me entra y por esta otra me sale”, es lo que me ofrecen por respuesta, no sin antes llevarse el índice con dirección a sus apéndices auditivos. La misma sabiduría popular ha inventado un delicioso aforismo para referirse a aquellos que acusan a los demás de poseer esos mismos defectos que suelen exhibir en demasía: “el burro hablando de orejas”. ¡Preciosa sentencia!

Lo malo de quienes hacen mofa del tamaño de las orejas de los otros es que, a más de injuriarlos, estén persuadidos que nadie se da cuenta del tamaño de sus propios adminículos. Creen que el escabel donde temporalmente se yerguen y la verborrea que los caracteriza, son verdadera patente de corso para denostar con agravios y ofensas a sus opositores y críticos. En el caso de la política, lo inaudito y más reprensible sucede cuando se quieren pasar por encima de las mismas normas e instancias que inventaron ellos mismos, con el solo objeto de socavar, amedrentar y perseguir a sus adversarios políticos.

Entonces convierten esas mismas instancias que crearon y esas mismas leyes que con dedicatoria impusieron, en nada más que en meros adminículos, en unos despreciables apéndices que son aplicados en la medida que pueden satisfacer sus omnímodos caprichos. Por eso, cuando les sugieren que deben dar ejemplo de lo que predican y que deben someterse a las mismas normas que a los demás han exigido, inventan cualquier insulso pretexto o motivo, porque a más de creer que los otros no tienen su ingenio, hacen uso de su viveza criolla. Y ese es su único recurso, su pobre artificio!

Hubo un personaje de pródigas y conspicuas orejas en la antigua Roma. El pueblo se fue cansando de sus camelos, de sus embustes sin enjundia ni sentido. Hasta que surgió un hombre valiente que supo decirle que la sociedad estaba cansada de sus caprichos, de que creyese que los ciudadanos, y las mismas leyes, eran solo útiles instrumentos que él podía utilizar para su propio beneficio. El fogoso rumor de los discursos de Cicerón, resuena todavía en nuestros oídos: “¿Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia? ¿Hasta cuándo tu locura se burlará de nosotros? ¿Cuándo acabará la desenfrenada audacia de los tuyos?”.

El problema parece estar en que quienes tienen así de inmensas las orejas, no están dispuestos a utilizarlas con el ánimo de prestar, a los demás, su oído…

Medina, Arabia
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