16 abril 2010

Bitácora presidencial

Ya lo he comentado anteriormente. La abuela tenía un gran interés político y podía pasarse todas las tardes escuchando las deliberaciones del Congreso. Sentía ella una curiosa fascinación con las incidencias electorales y las controversias públicas. Cada mañana se prendía de la radio para escuchar los comentarios contenidos en un diálogo titulado “Las andanzas del maestro Juanito”. Le cautivaban las reacciones impetuosas que tenía el Profeta; pero nunca se confesó velasquista; y estoy convencido que jamás votó a favor del fogoso caudillo. Por eso es que justamente, me sorprendió una tarde que me pidió que le acompañara a la Plazoleta de La Alameda, para escuchar al Gran Ausente que regresaba esa tarde de uno de sus prolongados exilios.

Velasco Ibarra había pedido un balcón y había ofrecido que sería nuevamente presidente. Ese Sábado tarde, una fervorosa multitud se había congregado para escuchar ese mensaje, lleno de pasión, brío y sentimiento. Le acompañaban en esa tarima improvisada, junto al monumento a Bolívar, unos pocos dirigentes conocidos y sus lugartenientes predilectos. Sobresalía, por su figura más que por su tamaño, un personaje de barba pronunciada y gruesos anteojos negros. Se llamaba Manuel Araujo Hidalgo y había sembrado una fama de intelectual y de hombre de izquierda. Su vibrante y adornada oratoria, creó el preámbulo para el posterior momento. Cuando Velasco se acercó a los micrófonos, una atmosfera electrizante, uno como rumor telúrico y visceral definió el mágico momento.

Yo era sólo un muchacho de sexto grado cuando fui a vivir ese dramático y especial recibimiento. A pesar del tamaño que yo tenía, debido a mis pocos años, pude acomodarme entre la muchedumbre para aprovechar el mensaje y la forma carismática y brutal con que el tantas veces presidente, interrumpía sus frases, elevaba el volumen de su discurso y utilizaba recursos de gran efecto. Parecía pronunciar con la nariz las consonantes débiles y alargar las vocales donde se producían los acentos. De pronto irrumpió, amenazador e implacable, contra la prensa y la plutocracia; mezclando sus diatribas contra sus enemigos con un extraño misticismo patriótico y laico, saturado de un mensaje existencial basado en las doctrinas humanistas y el pensamiento de Montaigne, José Ingenieros o su pensador preferido, un vasco llamado Ramiro de Maeztu.

A pesar de mi cercanía física con el anterior y futuro presidente, no me hubiera imaginado aquella tarde que en un día no muy lejano, tendría yo mismo la rara oportunidad de saludarlo personalmente y de compartir con él un breve episodio en un espacio reducido. Tampoco hubiera imaginado, que con el paso del tiempo, habría de saludar con casi una decena de futuros presidentes; y que, en algunos casos, ellos serían mis pasajeros especiales; y aún que llegaría a disfrutar de su amistad, en diversas situaciones y circunstancias diferentes.

Lo refiero sin aspaviento. No lo cuento por alardear, tan sólo por compartir esta página registrada en mi cuaderno de bitácora. Pues, ese niño que presenció un día aquel discurso de Velasco Ibarra; habría en el futuro de saludar personalmente con un total de nueve presidentes. Cuatro de ellos, han sido mis pasajeros, como consecuencia de mi oficio de aviador, aunque no necesariamente mientras ejercían el mando. Por lo menos a dos los puedo considerar mis amigos. Uno de ellos actuó como mi copiloto en un corto vuelo, mientras estaba en funciones, y cuando el protocolo exigía que se lo llame como Excelentísimo Señor Presidente.

No me corresponde hablar de su carácter, no quisiera tener esa pretensión. Ya los historiadores se han de encargar de aquello. Febres Cordero y Oswaldo Hurtado fueron mis pasajeros, luego de haber concluido sus mandatos. León era jovial; propenso a la charla amena y proclive a la relación de la anécdota; usaba su simpatía para conseguir paso a una cabina donde nadie podría enterarse que le daban permiso para fumar sus cigarrillos predilectos. Hurtado se distinguía por su seriedad, no era muy fácil interesarlo en un diálogo que lo distrajese de sus propios estudios y pensamientos. En otra ocasión, pude también compartir con él una mañana campestre en San Rafael, alguna vez que lo invitó mi suegro.

Con Jamil Mahuad nos hicimos amigos en uno de mis vuelos a Nueva York, en uno de sus viajes a Harvard. Más tarde, cuando fue Alcalde me pidió que le ayudara como asesor de turismo en su administración del Municipio quiteño. Pertenecemos a la misma generación y siempre se ha hecho fácil la comunicación entre nosotros, por la relación que tiene con la familia de mi esposa, dados sus lojanos ancestros. Puedo decir que todavía gozo de su deferente amistad y simpatía; pues disfruto de su calurosa cordialidad cada vez que lo encuentro.

Sixto Durán Ballén mantenía también una cordial relación con la familia de mi esposa. Creo que por ello me identificaba y en algunas ocasiones estreché su mano. Tiene siempre conmigo un gesto bondadoso y estoy seguro también que me relaciona como amigo de sus hijos, a quienes ocasionalmente encuentro. Pero fue su vicepresidente, Alberto Dahik, quien en un par de ocasiones voló conmigo a Nueva York, y tuvo que improvisar una cama en mi misma cabina de pilotaje, pues el avión no disponía de una litera de descanso para esos requerimientos. Yo lo observaba de soslayo mientras en el vuelo nocturno de regreso, dormitaba recostado, cuan largo era, sobre una simple frazada tendida sobre el suelo.

El más fugaz de los saludos lo tuve con Fabián Alarcón. Fue en la antesala de un canal de televisión. Entonces era todavía legislador y yo era por ese entonces el joven presidente de la Federación de Tripulantes Aéreos. Carlos Vera me había invitado porque los pilotos civiles manteníamos una interminable disputa con la Fuerza Aérea, por la aplicación del Código de Trabajo en las relaciones laborales de Ecuatoriana de Aviación. Esa mañana, Carlos trató de provocar mi natural antagonismo; sólo para encontrar que yo había pasado a propiciar una actitud de concertación para superar ese singular momento. Fue ahí que, con ánimo conciliador usé una frase que calzaba como anillo al dedo: “Las inteligencias son como los paracaídas”, sentencié, “que sólo funcionan cuando están abiertos”.

A Rodrigo Borja lo conocí en Paris, años después de que había dejado de ser presidente. Descubrí que le apasionaba la aviación y era muy grato conversar con quien parecía tan diferente al Borja político; a quien yo más de una vez culpé del maniqueísmo e intolerancia que observaba en el ambiente político nacional. Pero descubrí también que había en él un hombre con quien era fácil conversar de lo divino y de lo humano. Nació entre nosotros una automática simpatía mutua. Luego me buscó en una posterior ocasión para compartir una amena tertulia y una cena cordial entre amigos. No tuve, sin embargo, oportunidad para ofrecerle la posibilidad de tomar los controles de mis aparatos en vuelo.

A Galo Plaza Lasso y a Clemente Yerovi Indaburo los conocí por un motivo muy circunstancial y completamente diferente. Eran días de dictadura y los políticos mas conspicuos se reunieron un día en casa de mi suegro para propiciar el retorno a la constitucionalidad. Redactaron un documento que debía ser entregado a un grupo de notables; entre ellos a los antes nombrados y al escritor lojano Benjamin Carrión. A mí, que no me distingue ninguna posición meritoria, ni tenía tampoco políticas preferencias, de forma inesperada y circunstancial, me encargaron entregar el documento a los personajes en referencia. Clemente Yerovi me recibió en su habitación del Hotel Quito; Galo Plaza, con su sencilla jovialidad, lo hizo en su hermosa residencia de la Avenida 6 de Diciembre. Años después sus hijas y nietos me habrían de distinguir con su amistad y deferencia.

Pero hubo una ocasión en que el país estuvo en mis manos. Tenía sólo veinte años y volaba como piloto de Anglo, basado en Pastaza o Shell Mera. Me habían llamado la tarde anterior a prevenirme que al día siguiente tendría la inesperada oportunidad de transportar al doctor Velasco Ibarra. Recibí al presidente en la plataforma militar para llevarlo a Villano, donde tendría que solemnizar la firma de un importante contrato con esa empresa. Vestía él un traje oscuro y pesado, pero no parecía afectarle ni el calor ni la humedad del clima de la selva. Me preguntó si tenía doble comando, en lo que para mi era ya todo un avión y para él sólo una pequeña avioneta. Al contestarle que sí y que no volaba con un segundo piloto; me propuso entonces que me acompañaría en la cabina de mando, ejerciendo la más simple de las aeronáuticas tareas. Pude apreciar que tenía una idea muy clara de la función de los controles de vuelo. Mantuvo el rumbo al destino y su control de la altura era proficiente y correcto. Comenzó el descenso con prolijidad; aunque no le permití realizar la fase final y el ya inminente aterrizaje, porque unos estratos bajos habían cubierto las colinas y las copas de los árboles, poco después de una breve, reciente y tropical tormenta.

“Ustedes los aviadores, señor capitán, son seres especiales que se inspiran en el cielo y comulgan con el infinito”, me dijo esa mañana al despedirse, ese hombre austero y enjuto a quien sus seguidores y detractores lo llamaban “El Profeta”!

Sydney, 17 de Abril de 2010
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2 comentarios:

  1. Esta muy bueno: “Las inteligencias son como los paracaídas”, sentencié, “que sólo funcionan cuando están abiertos”.

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  2. P.D. necesitamos 'RSS feeds' para el blog

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