02 abril 2010

Iter Nautae

Hubo en mi tiempo, dos tipos de planteles educacionales: los confesionales o religiosos; y los laicos o estatales. Los primeros eran institutos privados y casi siempre regentados por congregaciones religiosas, preferentemente católicas; los últimos eran públicos, financiados por el estado. Una sutil discriminación económica se tornaba en inevitable, ya que los estatales eran gratuitos, pero los confesionales eran pagados. A pesar de todo, muchos hombres y mujeres que se destacaban, o se habían distinguido, en sus respectivas profesiones o en la actividad pública, se habían formado también en los establecimientos financiados por el estado. Destacaban entre estos, los llamados “Normales” que no eran sino colegios que instruían en los diversos métodos para dedicarse a la enseñanza. Uno aprendía allí la metodología para convertirse en maestro.

Por mi parte, la fortuna y el destino quisieron que estudiara, los doce años de colegio, en uno de los planteles confesionales. La razón, más que económica, creo yo que fue geográfica: después de la muerte de mi madre, cuando sólo tuve seis años, pasé a vivir en la casa de mi abuela materna, ubicada en la calle Caldas, “frente con frente” al Colegio La Salle. Esto resultó, como puede imaginarse, en algo que me proporcionó la indiscutible comodidad y ventaja de la distancia (o de la ausencia de ella); pero además, una serie de ocultas prerrogativas e invisibles privilegios: no me hacía falta ir a la tienda de la escuela en el recreo (simplemente corría a la casa a tomar mi refrigerio); saltaba al frente a recuperar los útiles olvidados y hasta “los deberes no hechos” o no concluídos; y gozaba de la confianza de los Hermanos, para una serie diversa de tareas, como las de ser sacristán, monitor o campanero.

De los Hermanos aprendí, sus conceptos humanistas; pero, sobre todo, valores como el orden y el sentido de comunidad. Hoy, rememorando a la distancia, aún recuerdo nombres asociados con personajes inolvidables: el Hermano Hilario, un octogenario español, encargado de la Procura; el Hermano Inspector de Primaria (que no recuerdo ya si se llamaba Isidro, pero a quien le decíamos Pupo), que tendía a reprendernos con su infaltable puntero; los Hermanos Federico y Hernán, quienes dejaron en mí las primeras reglas de escritura; el Hermano César Ignacio, de quien aprendí que los números se comportan en forma traviesa y que cuando se combinan, participan en una danza que se convierte en apasionante; el Hermano Carlos, un individuo de apostura altiva, aristocrática y afluyente, que vivía para solo dos objetivos: los equipos electrónicos de música y que quede siempre campeón su adorado equipo de básquet.

Hubo también profesores seglares. Recuerdo con especial gratitud y simpatía a un cubano apasionado por el cine y la filosofía, que nos sorprendió más de una vez realizando traducciones simultaneas de libros escritos en lenguas extrañas. Pero fue de un lojano, con aire metódico y refinado, que aprendí lo interesante que resulta contar una historia, las bondades que tiene eso de saber expresarse. De él aprendí, los secretos de la redacción; pero no con deberes asignados o con sus cartas a personas imaginarias, sino con su costumbre de contarnos una parte cautivante de una remota historia, que la suspendía justo en el momento mismo de la última campanada, en la postrera hora de cada tarde.

Le decíamos “El Exacto”, pero se apellidaba Beltrán. Era más bien un hombre solitario; era en cierto modo, uno más de los Hermanos de La Salle. No era sino un Hermano sin sotana; un Hermano de terno y corbata; eso y no otra cosa era este lojano inolvidable. Un dia descubrí que las tragedias y aventuras que nos contaba eran parte de la historia de su propia vida y no estaban sacadas de los libros de Julio Verne o de la imaginación de Emilio Salgari. Si de los Hermanos me quedó aquello de la confesión, como método de expiación; de él aprendí que para vivir hay que contar, que hay que saber comunicarse. El dejo en mí, este inquieto y extraño afán de confesión, que de rato en rato me invita a escribir una nota, a garabatear mis anhelos y mis ideas; a escribir mis temores; a deletrear mis pasiones, a expresar mis afanes.

Un buen dia se enteró que mi abuela tenia una pieza disponible en la casa. Fue entonces que se mudó por unas pocas semanas, a vivir él también frente a ese colegio, de cuyo inventario había pasado ya a formar parte. Descubrí entonces, a mis once años, que tenía guardado un tesoro fabuloso: era una pequeña alcancía en donde tenía ahorrada una cantidad incontable de monedas de cinco centavos, los llamados medios, o “medios reales”. Obedeciendo a una conjura familiar nos sustrajimos sus medios, con mis hermanos y primos, a través de un vidrio roto que tenía su ventana; sólo para descubrir con desilusión, que se requerían veinte medios para cambiarlos por un “Sucre”; y que, satisfacer con un Sucre la compra de golosinas para toda una patrulla de traviesos, había sido un logro irrealizable.

Han pasado ya los años. Me he convertido en piloto; me he ido lejos de la patria; me he alejado de la familia y de los amigos; y ese afán de confesión, se ha ido convirtiendo cada vez en más intenso. Mi deseo de contar se ha hecho cada vez más apreciable. Debe ser que, detrás de esa imágen adulterada de la libertad y de la aventura que parecería identificar la vida de los pilotos; existen largos y tristes momentos de soledad y hasta de aislamiento. Esto tiene una gran contrapartida: la soledad ofrece y regala momentos de reflexión; y permite ver el mundo y las cosas de la vida con otros ojos, con ojos distintos. Resultado de estas largas horas de meditación son, muchas veces, estos escritos sin pretensión a los que he dado por llamar “Itinerario Náutico”, y que un dia traduje al latín como “Iter Nautae”.

Tengo que “confesar” (acúsome Padre porque he pecado, no me he confesado como quince días…) que a pesar de la versatilidad que ofrecen los ordenadores, he perdido ya en tres ocasiones, muchísimos escritos que había pergeñado en este esfuerzo. En cada idéntica ocasión, he perdido los datos o la memoria del computador y no he guardado la copia de soporte, cuando me había propuesto este sencilla previsión en cada intento. Hoy, el Internet, y sus formidables y nunca bien ponderados beneficios, me permiten guardar con más seguridad mis humildes memorias, persuadido como estoy, que no me distingue ningún mérito; sino que sólo me anima esta urgencia íntima de decir y de contar; esta necesidad de confesarme.

Shanghai, Abril 3 de 2010
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