22 abril 2010

Caldas 524, Segundo Piso

No es esa la dirección de la primera casa en que viví de niño. Hubo, por lo menos, otras cuatro, de las que aún me acuerdo todavía. A estas alturas, no se si sea indiscreto mencionarlo, el haber cambiado cuatro veces de casa en seis años, sólo puede deberse a dos posibilidades: el continuo afán de sentir a la familia mejor instalada, como quería mi madre; o, el incumplimiento en las obligaciones contractuales de arriendo, por parte de mi papá. Esto segundo, es posible, pero un tanto improbable, ya que siempre sentí, antes de mis primeros seis años, que vivíamos sin riqueza pero con cierta comodidad. Caldas 528 (otra casa vecina, en la que volvería a vivir unos años después), calle Ríos, pasaje El Dorado y, finalmente, calle Manuel Larrea fue la ubicación de las otras primeras casas donde viví en mi infancia y de las que aún conservo memoria.

Pero, Caldas 524, es la primera dirección con la que relaciono mi identidad. Allí, también, tuvimos teléfono por primera vez (11246); número al que luego de unos diez años pasó a adelantarse con un 2, cuando Quito empezó a convertirse en una ciudad con canales de televisión y con transporte público con carrocerías metálicas (sí, las carrocerías originales eran de armazón de madera, cuando el transporte infantil costaba sólo un real o diez centavos) y la leche no era pasteurizada y se expendía directamente cada mañana desde unas camionetas abiertas que ofrecían su producto lácteo mediante la promoción de un tempranero grito de “la leche, la leeeeeche!” que hacía despertar a la fuerza.

Allá fui a vivir, con mis dos hermanos menores, desde una triste y fría mañana de mediados de Noviembre que vino a buscarme y a recogerme del aula de primer grado de escuela, mi querido y jamás olvidado hermano Adrián. El se había colgado de las rejas de la ventana del aula esa mañana; había venido a decirme que “mami se había muerto en la maternidad”. No podré olvidar ya nunca su angustia, sus sollozos acongojados y sus hermosos ojos verdes, entristecidos por unas gruesas lágrimas que no le hacía falta disimular. Era esa la segunda vez que se quedaba huérfano y que él había tenido la desgracia de perder a su mamá…

Era esa una casa de tres pisos y dos patios, en donde las dos plantas superiores eran arrendadas en forma conjunta e independiente. Quiero decir que el piso inferior, era más bien un sótano acomodado para vivienda. En la parte delantera existían dos talleres artesanales: una zapatería y una carpintería; pero puede decirse que esa planta baja se había “tugurizado”, en cierta forma, en su parte posterior. Varias familias vivían allí a un mismo tiempo, en condiciones nunca precarias, pero tampoco nunca ausentes de limitaciones físicas y de privacidad.

Ocupábamos allí el segundo piso alto. Era ese un departamento con un corredor sinuoso e interminable, en donde muchas veces nos poníamos a jugar. La abuela hubiera considerado que nos hubiéramos mezclado inadecuadamente con “los de abajo”, y nos habría reprendido, si a esos fríos patios inferiores hubiéramos bajado a “patear el balón”, como ella llamaba a todos los deportes que usan cualquier tipo de pelota para su ejecución. Había en esa casa por lo menos siete habitaciones, pero dados los diversos y variados requerimientos de la familia, la sala y el comedor eran continuamente ubicados en un distinto e itinerante lugar. Ahora que tengo que recordarlo, estoy persuadido que dormí en todas y cada una de las diferentes habitaciones, convertidas ocasionalmente en dormitorio, durante la casi media docena de años que habría de vivir en ese lugar.

Los pisos no estaban separados por losas de concreto; estaban soportados sobre vigas transversales de madera; y estaban entablados con duelas “machimbradas” (machihembradas) que, al haber perdido la cohesión de su entrelazamiento, permitían observar y escuchar todo lo que pasaba en el piso inferior. Sin que lo hubiéramos querido y sin habérnoslo propuesto, esa circunstancia nos dejó saber cómo era que vivían los vecinos; y, sobre todo, cómo viven otras clases sociales. Esa fue una especie de educación social a la que tuvimos acceso. Así aprendimos de las cosas de la vida, las que no nos habían sido participadas por los tíos o por la abuela; de lo sórdida y abyecta que puede ser la vida de los otros; y, ante todo, de las vicisitudes económicas de “los de abajo”. Fue esa una especie de anticipo de las radionovelas que en el futuro habríamos de escuchar. Más tarde me enteraría que un tocayo mejicano de apellido Azuela, había empleado este mismo título, a principios del siglo pasado, para escribir una novela con un cierto contenido social.

Eran tiempos en que los pisos se “baldeaban”; es decir, se los lavaba con baldes de agua si es que no se los tenía que encerar. Es de imaginarse los continuos inconvenientes, las discusiones, y los reclamos circunstanciales que esta curiosa forma de limpieza producía, a los que vivían a nivel de la calle. Había que bajar y anticipar a los vecinos que “íbamos a proceder a baldear”. Pero, a más de su desaparecido “machimbre”, las duelas exhibían ciertos “ojos” o agujeros, que invariablemente la diosa Fortuna (que además brinda inspiración a los chicos traviesos) había colocado en esas tablas, justo sobre la cabeza de los artesanos que ejecutaban sus tradicionales tareas en los dos establecimientos que daban a la calle. Las primeras correadas que mi abuela aplicó a mis, hasta ahí, virginales posaderas, tienen que haber estado relacionadas con, esos, los primeros ejercicios de mi secreción salival…

Este tipo de vecindad incorporaba sus beneficios. Era como tener carpintería y zapatería dentro de la misma casa. Además, a pocos pasos había también papelería, panadería, sastrería y hasta una heladería. La cooperativa de taxis quedaba a tan sólo una cuadra. Había cerca tres iglesias, una escuela y un colegio; habían dos cines y dos parques a la vuelta de la esquina. En fin… eso era lo que hoy se llama buena ubicación y, sobre todo, comodidad! Podría decirse, además, que hasta teníamos nuestro manicomio privado e independiente; pero esto de los trasiegos que puede tener la mente o la conciencia, merece ser referido en forma mas descriptiva y puntual. Porque en la casa de enfrente vivían dos personajes inolvidables, dos seres dementes y trastornados que, como habría dicho Amado Nervo, “quien los vió, no los pudo ya jamás olvidar.”

Podría decirse, entonces, que mi infancia transcurrió entre la orfandad y la demencia; entre esos, los ocasionales e insoportables olores de las colas de zapatero o carpintero y el gratificante y estimulante aroma de las hogazas recién horneadas que con la etiqueta de “pan con vendaje” se expendían en la vecindad. Pero… para hablar de seres con el cerebro trastornado; y del cautivante aroma del pan caliente y fresco ya tendremos otra oportunidad!

Chicago, 22 de Abril de 2010
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