24 abril 2010

Crónica de un crimen onomástico

Todo el mundo (sólo es una expresión) me conoce como Alberto; pero la verdad es que, Mariano es realmente mi primer nombre. Sí, así es como me llamo y así es como me bautizaron. Propongo pues, como teoría, que mi madre habría tenido dificultades en, ese, su primer embarazo. Eran esos tiempos devotos y recoletos. Santa Mariana de Jesús, la sin par Azucena de Quito, nuestra santa vernácula, parece haber estado a la sazón de moda; y, en honor a la devoción que mi madre le habría tenido, mis padres habían hecho una ferviente promesa con respecto a mi nombre, si llegaba a feliz término mi concepción y futuro alumbramiento.

Era ese un nombre versátil y había sido escogido de antemano. Si era “hembrita” me llamarían Mariana; y, si me sobraba un diminuto y delantero aditamento, me bautizarían como Mariano. Para añadir crueldad a la injuria, completaron con un “de Jesús” este malhadado Mariano. El nombre fue pues una especie de ofrenda; el pago a una concesión de la Divina Providencia. Fue esta la manera que tuvieron mis padres de retribuir el supuesto favor otorgado. Puede decirse que así pagaron su deuda; pero, en cambio, a mi me endilgaron esta curiosa carga, nombrándome acreedor vitalicio de esta otra deuda que todavía estoy pagando!

La santa había dicho que el Ecuador no se terminaría por culpa de devastadores terremotos, sino por la de gobiernos de personajes mal intencionados. Quizás le faltó recordarnos aquello de que “el tonto hace siempre más daño que el malvado”. Creo que fue ya Oscar Wilde el que lo explicó: “porque el malvado descansa a veces, en tanto que el necio jamás!” Pero, noto que… estoy de gana saliéndome del tema. Y es que el subconsciente me jala y me jala, porque no quiere que explique, y ni siquiera que me acuerde, que en el registro y en la realidad me llamo Mariano. Que ese es mi verdadero nombre; ese y nada más.

“Pero, si es un lindo nombre”. “Y a mi me parece que es muy masculino”. “Si hasta combina con el color de tus ojos”, habrían de proclamar con el paso del tiempo mis primeras enamoradas. Hoy estoy persuadido que no lo dijeron porque era cierto, sino por puro afán de consolarme y por nada más. Lo dijeron, de la misma forma que una de ellas ya me había advertido: que si no había resultado atractivo o bien parecido, que no me estuviera preocupando. Ya que, el hombre era como el oso, que mientras más feo… peor para él.

Lo cierto es que este crimen onomástico se consumó durante las crepusculares horas vespertinas de una noche de fines de Noviembre, allá por el aciago año de 1951. Prueba fehaciente, y también testimonio, de esta bárbara acción, que quedará para los anales de la posteridad, es que el delito fue cometido a vista y paciencia de muchísima gente, y habría sido perpetrado con la complicidad y encubrimiento de dos respetables y conocidas familias. Por ello, probablemente, es que se escogió nada menos que la colonial iglesia de la Parroquia de Santa Bárbara (como su nombre muy claramente lo explica), para dejar de esta manera recuerdo indeleble de este hecho artero, aleve e infame.

Pasaron los años y, como quien va echando sal sobre la herida, nadie parecía contentarse con llamarme por mi nombre original y de pila; sino que empezaron a hacerlo, acompañándolo única y exclusivamente con el sufijo diminutivo. Lo que me faltaba! O sea que, de Mariano pasé a convertirme de ahí y para siempre en “Marianito”. Nadie habría tampoco de explicarme si el mencionado sufijo se lo utilizaba como una expresión de pequeñez, de compasión o de afecto.

Para colmo, luego de profundas y acuciosas investigaciones, fui poco a poco descubriendo que todos los “huasicamas” y mayordomos de hacienda, también obedecían a este nombre que, más que sustantivo, parecía más bien un adjetivo. No había jardinero que se respete que no hubiera escogido este maravilloso nombrecito. Si a un cargador, albañil o barrendero yo le preguntaba que cómo se llamaba, como si obedeciera a una secreta conjura, invariablemente me contestaba: “Marianu, ca llaman, amu niñu Marianitu”… Y es que, hasta en la radio de esos días, y en los iniciales programas televisados, aparecía un actor de poncho y alpargatas que respondía al nombre artístico de “El Indio Mariano”.

Por ese mismo tiempo, mis crueles e imaginativos primos habían descubierto que el campesino encargado del cuidado del troje y de las tareas de ordeño en la hacienda de su abuelo, había sido bautizado también con el mismo nombre. Mariano Maula era el nombre completo de mi humilde y abnegado tocayo. Y ese mismo nombre, cual si se tratara de un remoquete o un insultante apodo, ellos empezaron a utilizar para llamarme. “Mariano, Mariano, Mariano Maula”, decían y repetían, no sin insidiosa intención, cuando me mandaban a buscar de la casa. Así fue como ellos fueron ejerciendo con traviesa malevolencia el artificio de sus encargos, la acechanza de sus recados.

Decidí entonces, de una buena vez y para siempre, obliterar el primer nombre. Cambié mi nombre en la escuela; empecé a firmar como “Jenner” Alberto y me hacía el que no escuchaba, cuando me llamaban por Mariano. No me arrepentí mientras fui niño de la estratagema, porque sentía un rubor intempestivo cada vez que percibía que había sido descubierto mi secreto y cuando los demás me regalaban una sonrisa de conmiseración, como si se hubieran enterado que no llevaba ropa interior; o que obedecía al nombre de Rudecindo o de Pancracio.

Hoy, cincuenta años después, y ya como comandante de aerolínea, luego de las nuevas normas de seguridad que han sido impuestas, estoy obligado a escribir mi nombre completo en las Declaraciones Generales de Inmigración, en los planes de vuelo aeronáutico, en los documentos oficiales y en la banca. La aerolínea para la que trabajo hace las reservaciones de mi hotel, usando el orden de todos los nombres que quisieron darme mis padres. Así es como, casi siempre, aparece un nuevo “apellido” de familia en todos estos documentos. Es que usan en todas partes el primer nombre visible para identificarme. Nadie parece ya interesarse en mis españoles apellidos toponímicos. Me saludan y me atienden como al “capitán Mariano”…

Ya me cansé! Y yo ya no explico, ni aclaro, ni reclamo. Sólo siento, de vez en cuando, unos curiosos rubores. Siento todavía como si alguien susurrara a mis espaldas y me diría al oído, y con voz socarrona y disimulada: “Mariano, Mariano, Mariano Maaaaaaaaula!”

Anchorage, 24 de Abril de 2010
Share/Bookmark

No hay comentarios.:

Publicar un comentario